Tacones en el lodo

Capítulo 2

El camino hasta el rancho se siente eterno. Entre las curvas de la carretera y los baches que parecían trampas mortales, yo me aferro al volante de mi convertible rosa como si fuera mi salvación. Caty, a mi lado, va rezando como si de verdad creyera que un tlacuache es un animal capaz de comernos vivos.

Cuando por fin llegamos, me sorprende la cantidad de gente reunida. Autos estacionados de manera improvisada, señoras con vestidos floreados, niños corriendo sin control y hombres con sombrero que hablan fuerte, como si estuvieran en un mercado. Nada que ver con la calma chic de París ni con el orden de los eventos de moda.

Apenas bajo del carro, siento las miradas. Sí, la influencer de moda, con tacones hundiéndose en la tierra. Lady Pom Pom asoma la cabecita de mi bolso, olfateando el aire como si también juzgara el lugar.

—Mi ciela… —Caty me empuja suavemente con el codo, ajustando sus gafas de sol—. ¿Estamos en un funeral o en una feria? Porque yo ya vi tres puestos de tamales.

—Shhh, Caty —le susurro, reprimiendo una sonrisa a pesar del nudo en la garganta—. Respeta. Muchas personas conocen al abuelo y necesitan alimentarlos.

Avanzamos entre la gente hasta que la escucho.

—¡Sasy! —la voz de mi madre rompe el ruido de murmullos.

Ahí está, con el rostro cansado y los ojos hinchados, pero aun así con esa dignidad que siempre me inspira.

—¡Mami! —corro hacia ella, la abrazo con fuerza y entonces las lágrimas que había contenido se desbordan—. El abue…

—Lo sé, hija —susurra acariciándome el cabello— Ya descansa.

Me aferro más a ella, como cuando era niña y me escondía entre sus brazos para sentirme segura. El dolor se mezcla con recuerdos: las visitas al rancho, el abuelo contando historias en el porche, el olor a café recién hecho. Todo parece tan reciente y tan lejano al mismo tiempo.

—Te prometo que voy a estar aquí, mami —le digo entre sollozos—. No importa lo que deje atrás, ahora mi lugar es contigo.

Caty, a un paso detrás, se seca discretamente una lágrima con un pañuelo de diseñador, aunque segundos después rompe el silencio con su estilo inigualable:

—Yo solo quiero saber si alguien pensó en el catering… porque, amor, estos ojos no aguantan llorar con hambre.

Mami lo mira con un gesto que mezcla confusión y ternura. Yo no puedo evitar reír en medio del llanto. Ese era Caty: capaz de hacerme sonreír incluso en los peores momentos.

El velorio del abuelo se lleva a cabo en la casa grande del rancho, esa que tantas veces escuché nombrar en las historias de mi madre. El olor a incienso se mezcla con café recién colado y pan dulce. En cada rincón hay gente: vecinos, familiares, conocidos. Todos vestidos de luto, todos murmurando, todos mirándome con curiosidad.

Esta vez no traigo mis tacones ni mi maquillaje de pasarela. Estoy en jeans oscuros, una playera negra sencilla y el cabello recogido en una coleta improvisada. Mi cara luce desnuda, sin rastro de base ni labial. El reflejo en los espejos me desconcierta: apenas me reconozco, y creo que ellos tampoco me reconocen.

Caty, a mi lado, también se adaptó a su manera. Cambió su blazer de lentejuelas por una camisa negra demasiado formal para su gusto, aunque sigue con sus gafas enormes de diva. Ladea la cabeza mirando alrededor y susurra:
—Amor, te ves… humana. Es un look nuevo para ti.

Le doy un codazo disimulado.
—No es momento, Caty.

—Ya sé, ya sé —responde, levantando las manos en señal de paz—, pero déjame decir que aún sin maquillaje, tu shiny natural sigue intacto.

Lady Pom Pom asoma la cabecita del bolso como si también quisiera opinar.

Avanzo por la sala hasta que lo veo: mi hermano mayor, Daniel. Vestido con traje sencillo, de esos que se sacan del clóset solo en bodas y funerales, se acerca a mí con paso firme. Me abraza fuerte, y yo siento cómo la muralla de compostura que intenté sostener se tambalea.

—Sasy —me dice, con voz grave pero cariñosa—. Qué bueno que llegaste.

—Hermano… —respondo quebrándome un poco—. El abue…

Y entonces el dolor vuelve, pero distinto. Porque en ese instante entiendo que no importa la ropa, los tacones o el maquillaje: ahí, en ese rancho, siempre voy a ser simplemente Sasy.

Daniel me mira como si intentara descifrarme. Sé que no está acostumbrado a verme así, sin maquillaje, sin tacones, sin la fachada brillante que me inventé para las cámaras.

—Te ves cansada, hermanita —me dice con suavidad.

—Lo estoy —respondo con una sonrisa débil—. Ha sido un viaje largo… y un golpe más largo todavía.

Él asiente y me aprieta el hombro con esa forma tan suya de dar apoyo sin decir demasiado.

De pronto, siento unos bracitos aferrándose a mi pierna. Bajo la mirada y ahí están mis sobrinas: Camila y Renata, con vestidos sencillos, zapatitos gastados y ojos grandes que me observan como si yo fuera un personaje salido de sus tablets.

—¡Tía Sasy! —dice Renata, la más pequeña, estirando los brazos para que la cargue.

Me agacho y la abrazo fuerte, como si necesitara aferrarme a algo tierno en medio de tanto dolor. Camila se acerca después, más tímida, pero con la misma ilusión en los ojos.



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Editado: 07.10.2025

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