Entro a la casa con el cansancio pintado en los hombros, pero con la satisfacción de una jornada cumplida. El olor a sal todavía se me queda pegado en la piel, como si el mar no quisiera soltarme. Mi madre está en la cocina, limpiando una mesa de madera que ya ha visto demasiados años de vida. Al verme, sonríe con esa dulzura que solo ella sabe dar.
—Hola, má.
—Hola, Mateo —responde, sin dejar de secarse las manos en el delantal—. ¿Cómo te fue?
—Bien. —Me acerco a darle un beso en la frente—. ¿Y mi papá?
—Fue a traer unos pescados para la comida —dice con tranquilidad.
Asiento, dejándome caer en una silla. El sonido de pasos firmes y un silbido alegre anuncia a mi padre antes de verlo cruzar la puerta. Lleva tres grandes pescados enganchados, orgulloso como siempre, con la piel tostada por años de sol y trabajo.
—¡Vieja! Ya vine. —Su voz retumba en la casa—¡Meteo! —me sonríe de oreja a oreja al verme sentado en la mesa.
—Hola, pá.
Nos abrazamos fuerte, como siempre lo hemos hecho, porque en esta familia los brazos dicen más que las palabras. Pero al separarnos, mi voz se quiebra un poco.
—¿Pasa algo? —pregunta él, con la mirada atenta, como si pudiera leerme por dentro.
Respiro hondo. No sé cómo decirlo, no hay forma fácil.
—Me avisaron que Don Julián falleció.
El silencio cae pesado, solo interrumpido por el golpeteo del reloj en la pared. La sonrisa de mi padre desaparece como si el mar mismo se la hubiera tragado.
—¿Cómo? —pregunta en un susurro, incrédulo, sosteniendo con más fuerza los pescados como si necesitara anclarse a algo.
—Sí, hoy. —miro al suelo, recordando cada enseñanza, cada palabra de ese hombre que para mí fue más que un patrón.
Mi madre se cubre la boca con la mano, los ojos vidriosos. Mi padre deja caer los pescados sobre la mesa, el golpe seco retumba como una campana fúnebre.
—El viejo Julián… —murmura, con la voz rota—. Fue más que un jefe, fue un hermano.
Cierro los ojos. Porque, aunque no llevo su sangre, sé que Don Julián marcó mi vida tanto como la de ellos. Y ahora… me toca a mí cuidar de lo que él dejó.
Mi madre se sienta despacio, como si el cuerpo le pesara de repente. Mi padre permanece de pie, los ojos clavados en los pescados que dejó sobre la mesa, pero yo sé que en su mente está viendo a Don Julián, como yo lo veo ahora mismo.
Cierro los ojos un instante, y me dejo arrastrar por los recuerdos.
Tenía apenas doce años cuando entré por primera vez a la pesquera. Mi padre ya trabajaba ahí desde siempre, mano derecha de Don Julián, y yo quería aprender, aunque fuera a limpiar las cajas de madera donde se guardaba el pescado. Me acuerdo de sus palabras aquel primer día:
—“El mar te da, pero también te cobra. Si quieres vivir de él, respétalo.”
Desde entonces me enseñó todo. A lavar las redes, a cargar el hielo, a salir en los barcos a las tres de la mañana cuando el viento soplaba frío y parecía que el mundo entero estaba dormido. Aprendí a ensuciarme las manos en la empacadora junto a mi madre, a negociar con proveedores que siempre querían sacar ventaja, a escuchar con atención cuando hablaba de números y cuentas.
Don Julián no solo me dio trabajo: me dio escuela.
Recuerdo cuando cumplí diecisiete. Habíamos perdido a un cliente grande y pensé que el mundo se nos venía abajo. Me sentía inútil, incapaz de ayudar. Fue él quien me llevó a su oficina, me puso una mano en el hombro y me dijo:
—“Mateo, la pesquera no se sostiene con dinero solamente. Se sostiene con la gente que cree en ella. Nunca olvides eso.”
Desde entonces supe que no era solo un negocio. Era vida, era familia, era dignidad para todo el pueblo.
Vuelvo al presente con un nudo en la garganta. Miro a mis padres, que siguen en silencio.
—Don Julián me enseñó más que nadie —digo con voz baja, pero firme—. Lo que soy hoy se lo debo a él.
Mi padre asiente despacio.
—Y ahora te toca a ti, hijo. —Sus ojos brillan, húmedos—. Te toca a ti levantar lo que él dejó.
Yo asiento, aunque en mi pecho arde la incertidumbre. Porque sé lo que él me dio, pero no sé si estoy preparado para lo que viene.
El amanecer apenas empieza a pintar el cielo de tonos anaranjados cuando mi padre y yo caminamos rumbo a la pesquera. El aire huele a sal, a mar abierto y a leña húmeda, ese aroma que solo quienes hemos nacido aquí sabemos reconocer como parte de casa.
A lo lejos ya se escucha el bullicio: motores encendiéndose, voces de hombres llamándose unos a otros, redes arrastradas sobre el suelo. La pesquera nunca duerme, siempre late como un corazón que bombea vida al pueblo entero.
Al llegar, veo a los trabajadores descargando cajas llenas de atún fresco. El hielo cruje bajo el peso del pescado, y el sudor se mezcla con el aire frío de la madrugada. Algunos saludan con la cabeza al verme. Otros siguen en lo suyo, concentrados. Aquí nadie sobra, todos saben qué hacer.
Dentro de la empacadora, el olor es más fuerte. Mi madre ya está ahí con otras mujeres, manos rápidas limpiando, fileteando, empacando. Las cuchillas brillan bajo las lámparas, el agua corre constante, arrastrando restos de escamas.