Tacones en el lodo

Capítulo 5

La veo salir hecha una furia. Su cabello rizado parece haberse esponjado aún más con la rabia, y, aunque jamás lo admitiría en voz alta, me sorprendo pensando que nunca imaginé que pudiera ser tan bonita incluso en medio de un berrinche. Me quedo un momento asomado por la ventana, observándola mientras camina a zancadas por el muelle hasta sentarse en una banca, cruzando los brazos como una niña caprichosa.

Los trabajadores la siguen con la mirada, algunos con curiosidad, otros con un disimulado gesto de burla. Ella no se da cuenta, demasiado ocupada en su pataleta.

Yo, en cambio, sigo procesando lo que acabo de leer. Don Julián me dejó la mitad de la pesquera. El cincuenta por ciento. Eso no estaba en ningún testamento leído frente a la familia. Ese detalle lo guardó en la carta. Y ahora, con esa condición absurda del matrimonio, me pregunto: si no aceptamos… ¿quién se quedará con todo? ¿Ernesto? No, eso jamás.

Cierro los ojos un segundo, respiro hondo y bajo las escaleras del despacho a toda prisa.

—¿Todo bien, Mateo? —pregunta Mariana, una de las trabajadoras más antiguas, con una ceja arqueada.

—Sí —respondo, serio—. Encárgate de todo por unas horas, por favor.

Ella asiente, aunque me mira como si no creyera ni una palabra.

Camino hacia la banca donde ella está sentada con su amigo y el ridículo perrito que ladra a cada sombra. Sesasy da golpecitos con el tacón contra el piso, como si el muelle mismo fuera culpable de su desgracia.

Me planto frente a ella, cruzo los brazos y, con voz grave, suelto:

—¿Ya terminaron de hacer berrinche?

—¿Qué quieres? —me lanza con los ojos aún húmedos de rabia.

—Necesitamos hablar —respondo firme, bajando un poco el tono—. Por favor, Sesasy.

El muchacho que siempre la acompaña abre la boca para decir algo, pero se queda a medias.
—Bueno… yo voy a buscar algo de comer —murmura, incómodo.

—A una cuadra hay una fonda, dan de comer rico. Diles que vas de mi parte —le digo, señalando con la cabeza. Él asiente y se marcha, no sin antes lanzar una mirada curiosa hacia nosotros.

Me siento en la banca junto a ella. El silencio se estira unos segundos, roto solo por el ladrido débil del perrito que asoma del bolso.

—¿Y bien? —escupe, todavía molesta.

Saco del bolsillo interior de mi chaqueta el sobre que aún guardaba y se lo pongo en las manos.
—Tu abuelo me dejó esto.

Lo toma con dedos temblorosos, lo abre despacio y comienza a leer. Su respiración cambia; primero contenida, después quebrada. Al llegar al final, las lágrimas ruedan por sus mejillas.

—Cientos de personas dependen de nosotros… de ti y de mí —le digo, con la voz más seria de la que soy capaz.

Ella aprieta los labios, como si quisiera tragarse sus propias palabras.

—No es justo. Yo tengo una vida… una carrera, compromisos…

—Lo sé —respondo sin apartar la mirada—. Pero yo tengo una empresa en los hombros. Hombres y mujeres que se levantan antes del amanecer, que pasan horas en el mar, que regresan agotados a sus casas y esperan cobrar a fin de semana para poner un plato en la mesa. No puedo decirles que todo cambiará de dueños ni tampoco sabemos quién llegaría y qué haría con esto.

Un silencio pesado se instala entre nosotros. Ella baja la vista hacia la carta, como si las letras pudieran darle otra respuesta. El viento arrastra olor a mar y a tabla húmeda; los gritos lejanos de los trabajadores suenan como fondo.

—Yo tengo compromisos —susurra—. Contratos, eventos… no puedo dejarlo todo así, de la noche a la mañana.

—Podríamos encontrar un equilibrio —propongo, tratando de no sonar más débil de lo que me siento.

—¿Cómo cuál? —me mira, incrédula.

—Que cumplas lo que ya está firmado, vueles cuando tengas que volar y regreses aquí cuando puedas. Que esto no sea un interruptor que apagues— digo, contando en voz baja las piezas que quiero mover.

Ella frunce el ceño, los labios apretados.

—La carta dice que habrá supervisión —me recuerda, como si el papel tuviera voz propia.

—Me quedaré contigo unos días, no puedo estar siempre, pero iré y volveré. —La frase sale de mi boca sin planearlo, pero sé que es lo que quiero: presencia real, no solo promesas.

—¡¿Qué?! —se sorprende, más por la oferta que por otra cosa—. ¿Te vas a mudar a mi vida así, de un plumazo?

—No me suena a mudanza —replico—. Suena a que trabajamos juntos, no esperar los tres meses de conocernos.

Ella se ríe, corta, sin ganas.

—¡¿Qué?! ¿Quieres que nos casemos? —la incredulidad le quiebra la voz.

—¿Por qué no? —contesté, más frío de lo que esperaba—. ¿Eres casada?

—No —responde—. Si lo estuviera, mi abuelo no habría dejado esto como lo dejó.

—Entonces no hay impedimento —digo, midiendo cada palabra—. Solo te pido un año. Puedo juntar dinero o pedir un préstamo para pagarte tu parte de la pesquera.

—¿Un año? —musita—. Eso es… mucho.



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Editado: 07.10.2025

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