Tacones en el lodo

Capítulo 6

Tocan la puerta, fuerte, como si quisieran tirarla abajo.
—¡Hablan! —dice Caty desde la cama, enredado en las sábanas. La noche anterior peleamos por el ventilador, o fue… ¿hoy? Ya ni sé.

—Ve tú —murmuro, dándome la vuelta.

—Es tu nueva casa —responde, acomodándose como reina.

—¡Eres mi asistente!

—Pero no ahorita, ahorita soy tu BFF —contesta con voz soñolienta.

—¡Te odio!

—Y yo no —replica, abrazando la almohada con dramatismo.

Me levanto a regañadientes, arrastrando los pies, con la pijama que improvisé cortando los pantalones porque aquí el calor no perdona. Otra vez, golpes en la puerta, cada vez más impacientes.

Abro de golpe.

—¡¿Qué quiere?! —exclamo medio dormida.

Y ahí está: Mateo. Parado en la puerta, barba de madrugada, botas llenas de tierra. Ni una sonrisa, solo el ceño fruncido como si lo hubieran tallado en piedra.

—Es hora de ir a trabajar —dice con voz grave.

Bajo la vista a mi smartwatch y parpadeo incrédula.
—¡¿Las cuatro de la mañana?! ¡Pero si ni siquiera es de día! ¡Los gallos todavía están soñando!

—Es la hora en que entramos a trabajar.
—Serás tú —replico con el ceño fruncido—, yo soy la dueña de la pesquera.

—Media dueña —corrige él sin titubear—. Y tu abuelo me dejó dicho que tenía que enseñarte —Me extiende dos vasos de café humeante—. Tienen cinco minutos para estar listos. El barco sale a las cuatro y media.

Lo miro horrorizada.
—No iré.

—Sí irás. Y, por cierto, el perro se queda.

—¡¿Qué?! —exclamo molesta.

—Es una empresa de alimentos. Un perro no entra a la empacadora.

—Pero es Lady Pom Pom… —digo como si ese fuera mi mejor argumento.

—No va. O se queda encerrada en el despacho —responde con la misma frialdad con la que uno lee el clima.

Resoplo y me doy media vuelta.

—Se queda en el despacho… ¡Caty! —grito entrando a la recámara—. ¡Nos tenemos que ir!

—¿A dónde? —responde entre bostezos.

—Solo dijo que el barco sale a las cuatro treinta.

—¿Dijo? ¿Quién dijo?

—Mateo —susurro con resignación—. Está esperando afuera.

Caty se endereza en la cama como si lo hubieran electrocutado.
—¡Carajo! ¿Y se ve guapo?

—¡Caty! ¡Ya cámbiate!

Tomo unos jeans, una blusa preciosa y unas sandalias con pedrería brillante. Me miro al espejo, dudando.

—¿Me huele? —le acerco la axila a Caty.
Él se inclina, olfatea como experto y sentencia:

—Mmm, no, todavía aguantas.

—Pues no me queda de otra. —Agarro mi perfume más caro y rocío medio frasco sobre mí.

Lady Pom Pom ladra desde el bolso como si también protestara por la hora.

Salimos en seis minutos, casi corriendo. La camioneta ya está encendida y Mateo, apoyado en el volante, nos espera con la misma paciencia que tendría un juez antes de dictar sentencia. Solo nos mira de arriba abajo y niega con la cabeza.

Caty abre la puerta con gesto exagerado.
—Primero las damas… y la dueña.

—Gracias —respondo con una sonrisa que intento hacer triunfante, aunque aún tengo sueño pegado a las pestañas.

Subimos, yo quedo en medio de los dos, como si fuera el relleno incómodo de un sándwich imposible.

—Buenos días, jefe —saluda Caty en tono jovial, estirando la palabra como si la probara en el aire.

—Buenos días… —responde Mateo, seco, sin siquiera girar mucho la cabeza—. ¿Así se van a subir al barco?

Caty levanta la barbilla y suelta con teatralidad:
—¡Obvio! Vamos con toda la actitud, el glamour y cero ganas de trabajar.

Yo suelto una risita nerviosa. Mateo no. Él solo aprieta más el volante, como si estuviera contando hasta diez para no aventarnos de regreso a la cama.

El motor se apaga y, al bajar de la camioneta, el olor a mar y pescado fresco me golpea en la cara. El muelle está lleno de hombres con botas de hule, redes al hombro y manos curtidas. Todos levantan la vista hacia nosotros, como si fuéramos un espectáculo nunca visto: mi blusa brillante, Caty con su bufanda de seda y Lady Pom Pom asomándose curiosa desde el bolso.

Mateo avanza un par de pasos al frente, con esa postura firme que parece mandarlo todo a callar.
—Compañeros —dice con voz grave, atrayendo todas las miradas—. Ella es Sesasy Ferrer, nieta de don Julián y dueña de la pesquera.

Siento un cosquilleo incómodo en el estómago. Todos me miran como si esperaran que hiciera un discurso. Me limito a sonreír y alzar una mano.

Mateo se gira un poco hacia mi lado.
—Y este es… su asistente. —Se queda esperando.

Caty da un paso adelante, sonríe con dramatismo y dice:

—Caty.



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Editado: 07.10.2025

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