La veo acomodarse con todo el ¡horror! del mundo. Sus manos tiemblan mientras observa las cubetas repletas de pescados frescos, aun moviéndose apenas por los últimos espasmos de vida.
—¡Por Dios, siguen vivos! —chilla, y antes de que alguien pueda detenerla empieza a devolverlos al mar uno por uno.
Un grito colectivo de la tripulación retumba en el muelle:
—¡Nooo!
Ella gira indignada, con la frente arrugada y el cabello enredado por el viento.
—¡Yo no voy a ser una homicida de peces!
—Amor… —interviene su amigo, con la calma de quien ya se acostumbró a sus escenas—. Te los comes.
—¡No es lo mismo! —responde ella, apuntándolo con el dedo como si estuviera dictando sentencia—. ¡Ya están muertos!
Yo me quedo mirándola, sin saber si reírme o gritarle. Los hombres me buscan con la mirada, esperando mi reacción. Y no los culpo: en una sola escena está tirando por la borda la seriedad de todo el trabajo.
Respiro hondo, siento el ardor de la paciencia poniéndose a prueba.
—¡Basta ya! —sueno más fuerte de lo que quería—.
Me planto frente a ella, con el olor a mar y escama fresca pegado a la ropa, y cruzo los brazos.
—¿Ya terminaste? —le pregunto, sin suavizar la voz.
Ella se queda con medio pescado en la mano, temblando entre la furia y la vergüenza.
—No entiendes… —intenta defenderse— ¡Se estaban moviendo!
—Porque están recién sacados del mar, Sesasy —respondo, firme—. Eso no es crueldad, eso es trabajo.
Se queda callada, los ojos abiertos, mientras los hombres detrás observan atentos. Algunos aprietan los labios, otros murmuran, esperando que yo ponga orden.
—Cada pez que aventaste —digo, señalando la estela en el agua donde todavía se ven burbujas— es una hora de esfuerzo perdida. Una red lanzada, un brazo cansado, gasolina gastada. ¿Sabes lo que significa eso? Comida menos para las familias que dependen de esto.
Ella baja la mirada un segundo, pero enseguida vuelve a alzar la barbilla con orgullo.
—Yo… no lo pensé.
—Ese es el problema, Sesasy —replico, más bajo, pero con dureza—. Aquí nadie tiene el lujo de “no pensar”. Si tú vas a estar al frente de esta pesquera, aunque sea la mitad, tendrás que aprender rápido.
Miro a la tripulación, que asiente en silencio, algunos todavía con el gesto duro.
—Esto no es un desfile ni una alfombra roja —añado—. Aquí la vida de todos depende de que el mar nos regrese lo que le pedimos. Y no se desperdicia. Nunca.
El silencio pesa sobre la cubierta. Solo se escucha el crujido del barco, el golpe de las olas y el graznido lejano de una gaviota.
Ella se muerde el labio, ofendida, pero al mismo tiempo con la incomodidad clavada en el pecho. Caty abre la boca como si fuera a decir algo, pero se la cierra de inmediato. No se atreve.
—A partir de ahora —sentencio, sin apartar la mirada de Sesasy— no se toca nada sin que lo indique uno de los hombres. ¿Está claro?
Me quedo un segundo más mirándola, con ese pescado todavía en su mano como si fuera un adorno y no el pan de cada día de medio pueblo.
—Aprende, Sesasy —le digo despacio, sin levantar la voz—. Aquí no hay espacio para berrinches.
Doy media vuelta y camino hacia la proa. Los hombres regresan a su labor, aún molestos por la pérdida, pero ninguno se atreve a decir nada. Yo ya lo hice por todos.
La dejo allí, sola con su enojo, con el sabor amargo de haber quedado expuesta delante de todos. Sé que le duele más el orgullo que la reprimenda.
Caty, que siempre se llena la boca de palabras, esta vez guarda silencio. Tiene la mirada clavada en el mar, los brazos cruzados, y la expresión seria de quien entiende de sobra lo que significa un trabajo duro. No necesita que le explique nada.
Los peces golpean las cubetas, el motor ruge, y la jornada sigue su curso. Pero mientras el barco avanza mar adentro, no dejo de notar por el rabillo del ojo cómo ella, con los labios apretados, trata de recomponerse.
El sol está en lo alto cuando el barco por fin regresa al muelle. El aire huele a sal y a madera caliente, mezclado con el bullicio de la gente que ya espera en la orilla. Mujeres con delantal y guantes se arremangan listas para la faena, y los hombres del muelle se preparan para recibir la carga.
—¡Ahí vienen! —grita alguien, y enseguida el murmullo se vuelve movimiento.
Las redes se descargan rápido, manos curtidas pasando de unas a otras, como si cada pez pesara menos por la costumbre. Sesasy observa todo, con el brillo del sol pegado al rostro. No dice nada, pero puedo ver en sus ojos el contraste: no hay alfombra roja ni flashes, aquí lo que hay son sonrisas cansadas y brazos fuertes.
Un par de mujeres de la empacadora se acercan más a ella. Una, con el cabello recogido en trenza y la piel tostada por el sol, le sonríe con empatía.
—Bienvenida, niña. Es duro al principio, pero una se acostumbra —le dice, dándole una palmada ligera en el brazo.
Otra le guiña un ojo, cómplice, como diciendo tranquila, todas hemos pasado por lo mismo. Sesasy parpadea, sorprendida por la calidez, y apenas alcanza a murmurar un “gracias” tímido.