“Pero no estamos solos en esto. Y, créeme, mientras antes enfrentemos la realidad, más margen tendremos para hacerlo a nuestra manera.”
Sus palabras todavía resuenan en mi cabeza mientras lo observo subirse a la camioneta. El sonido del motor rompe el silencio, mete reversa con esa seguridad suya que parece tan natural, toca el claxon dos veces y apenas levanta la mano para decir adiós.
Me quedo quieta, sintiendo que la tierra bajo mis sandalias es demasiado blanda, como si todo esto pudiera tragármelo de un momento a otro. Respiro hondo, pero el aire salado no aligera nada. Cada palabra suya me pesa más en el pecho.
¿Y si todo esto no es más que un negocio para él? ¿Y si Mateo solo está haciendo su papel porque le importa el dinero de la pesquera?
—¡Mi hermosa shiny! —la voz de Caty me saca del remolino de pensamientos. Lo veo aparecer con una sonrisa amplia, vistiendo unos lentes ridículos de sol en forma de corazón. Trae una toalla colgada del hombro como si fuera modelo de catálogo barato—. ¿Vamos a la playa? ¡La tenemos a unos metros, cariño!
No puedo evitar reírme. Mi querida Caty siempre logra arrancarme una sonrisa, aunque tenga el corazón enredado en dudas.
—¡Sí! —respondo, más rápido de lo que pensaba.
Lady Pom Pom ladra desde la puerta, como si también hubiera entendido la invitación.
Caty no se queda quieto ni un segundo. Apenas digo que sí, ya está arrastrando dos camastros desvencijados que encontramos apoyados contra la barda de la casa.
—¡Mamacita, estos fueron diseñados para ti! —dice, tirando de uno con tanta fuerza que casi se cae encima.
Yo lo sigo con Lady Pom Pom en brazos, que ladra como directora de obra, mientras Caty va recogiendo unos palos largos que estaban tirados en la arena.
—¿Y esos para qué? —pregunto arqueando una ceja.
—Amor, ¿no ves? —me guiña un ojo—. Vamos a hacer nuestro propio club de playa versión DIY.
Entre los dos clavamos los palos en la arena húmeda (bueno, él clava y yo finjo ayudar, porque mis uñas recién pintadas merecen respeto). Luego tendemos unas sábanas blancas que sacamos de la casa y de pronto tenemos un techo improvisado que se agita con el viento, proyectando una sombra fresca sobre los camastros.
Me dejo caer en el camastro, el sol me calienta las piernas y Lady Pom Pom se acomoda sobre mi panza como si fuera reina de Inglaterra. Caty se estira a mi lado, con lentes de sol y una bebida que improvisó con jugo y mucho hielo.
—Dime la verdad, mi shiny —empieza, dándome un codazo—, ¿qué opinas de Mateo? Porque ese hombre te mira como si fueras una red rota que hay que remendar.
Suelto una risa breve, aunque en el fondo no me hace tanta gracia.
—No sé, Caty. Es… rudo, directo, como si no le importara lo que pienso. Pero al mismo tiempo… —me muerdo el labio— sabe exactamente lo que hace. Él es la pesquera.
Caty baja los lentes y me observa, serio, algo poco común en él.
—Y tú también eres la pesquera, Sasy. No lo olvides. Te guste o no, tu abuelo te dejó ese lío con nombre y apellido.
Cierro los ojos, escucho el mar romper contra la orilla.
—Tengo miedo —confieso en voz baja—. ¿Y si no soy capaz? ¿Y si meto la pata y toda esa gente termina sin trabajo?
Caty suspira y me aprieta la mano.
—Mira, reina: nadie nace sabiendo manejar una empresa pesquera en medio de la nada. Pero tú sabes de finanzas, de contratos, de números… Y yo estoy aquí para que no te hundas.
Sonrío, agradecida, aunque la ansiedad sigue latiendo dentro.
—¿Se lo dirás a tu mamá? —pregunta de pronto, mirándome con los ojos entrecerrados.
Me quedo en silencio un momento, tragando saliva.
—No. No quiero. Bastante tiene con sus cosas… no voy a agobiarla con esto.
Caty me acaricia el brazo, suave, y ladea la cabeza.
—Sabes que tarde o temprano se enterará, ¿no?
—Sí… pero no ahora. —Abro los ojos y miro el cielo azul, como si ahí pudiera esconder mi decisión—. Necesito tiempo para entenderlo yo primero.
Lady Pom Pom ladra bajito, como si estuviera de acuerdo.
Caty me da un golpecito con el vaso.
—Pues entonces bronceémonos, shiny. Porque lo que se viene, no lo vas a poder tapar ni con cien filtros de Instagram.
Me río, aunque por dentro sé que tiene razón.
Respiro hondo, jugando con la arena entre mis dedos. El sonido del mar me calma, pero no me silencia las dudas. Giro hacia Caty, que se está acomodando el sombrero como toda una diva en la Riviera.
—¿Y si todo esto no es más que un negocio para él? —pregunto en voz baja, como si me diera vergüenza admitirlo—. ¿Y si Mateo solo está haciendo su papel porque le importa el dinero de la pesquera?
Caty se quita los lentes despacio, me mira directo, sin rodeos.
—Shiny… el tiempo lo dirá. Si es bueno o no, lo vas a ver con tus propios ojos. Pero hay una cosa que sí sé: esa pesquera no puede caer en manos del tío Ernesto. Eso sí sería el verdadero desastre.