Tacones en el lodo

Capítulo 9

La veo salir de la pesquera, despidiéndose de cada trabajador con una sonrisa amable. Algo cambió en ella y no sé qué es… pero me da cierta tranquilidad. Sus pasos firmes, las carpetas en orden, los documentos con anotaciones claras y hasta un plan de trabajo para expandir la empresa. No es la nieta mimada de Don Julián que imaginé al principio, eso es seguro.

Mientras repaso los papeles que dejó sobre el escritorio, tocan la puerta.

—Adelante.

Rebeca entra sin esperar mi respuesta, como siempre. Tacones firmes, vestido ajustado, ese aire de mujer que sabe usar cada mirada para obtener lo que quiere.

—¿Qué es eso de que llegó la dueña y yo no estoy enterada? —su tono es entre reclamo y molestia.

Respiro hondo, conteniendo la paciencia.
—Estabas de vacaciones, Rebeca.

Ella arquea una ceja y se cruza de brazos.

—Vacaciones no significa incomunicación. Hay celulares, Mateo. Me tomó de sorpresa enterarme por los demás.

—Pues ya lo sabes —respondo seco, dejando en claro que no pienso darle más vueltas.

Ella camina hacia mí, acercándose más de lo necesario. Su perfume dulce me invade, y me recuerda noches que prefiero dejar enterradas.
—¿Irás a verme esta noche? —pregunta con una media sonrisa cargada de insinuación.

Me acomodo en la silla, enderezando la espalda.
—No. Tengo unos pendientes.

Su expresión cambia, mezcla de fastidio y desafío. Pero lo digo con amabilidad, porque sé que debo marcar distancia sin darle armas para hacer un escándalo.

Rebeca y yo tuvimos amores en el pasado. Nada formal, nunca promesas, solo encuentros que ambos sabíamos temporales. Un “de vez en cuando” que no tenía nombre, ni fecha, ni futuro. Y aunque lo sabe, la forma en que me mira me recuerda que el pasado siempre busca la forma de volver.

Y yo no puedo permitirme abrir esa puerta. No ahora. No cuando estoy a punto de casarme, aunque sea por obligación.

Cierro la oficina, apago las luces y doy las últimas indicaciones a los hombres para el día siguiente. Camino hacia el pueblo, dejando atrás el olor a sal y a pescado fresco que parece tatuarse en la ropa.

En una de las calles principales las veo. Sesasy y Caty frente a una tienda de ropa. Ella sostiene un vestido sencillo contra su cuerpo, riendo con esa risa ligera que no había escuchado en días. Caty exagera, se coloca un sombrero enorme y posa frente al espejo, provocando carcajadas que terminan en selfies compartidas entre ellos dos.

Me quedo unos segundos parado en la esquina, sin acercarme. Los observo, y aunque una parte de mí quisiera caminar hacia ellas, prefiero no romper ese momento. Ella se ve distinta, relajada, casi feliz. Algo que aquí no había mostrado hasta ahora.

Sigo mi camino, en silencio, hasta llegar a la casa. Macho me espera en el porche, moviendo la cola, su cuerpo oscuro como sombra contra la luz tenue de la tarde. Me agacho para rascarle detrás de las orejas, agradeciendo esa bienvenida leal que nunca cambia.

Dentro, mis padres ya están en la mesa. Mamá me mira con esa calma suya, mientras papá hojea un periódico viejo. Me siento frente a ellos, y con la voz firme, lo digo:

—Nos casamos la próxima semana.

Mamá abre los ojos, sorprendida, y papá deja el periódico a un lado.

—¿Ya lo decidieron? —pregunta él.

—Sí —respondo—. Hablamos con el abogado y lo haremos pronto. Pero quiero que sea discreto, sin comentarios en el pueblo. Nada de rumores que se salgan de control.

Papá asiente, serio.

—Hablaré con el juez. Lo mantendremos en silencio, como tú dices.

Mamá se persigna, murmurando algo sobre Don Julián y su bendición desde donde esté. Macho se echa a mis pies, y por un instante siento que, aunque todo se mueve más rápido de lo que planeé, la decisión ya tiene un rumbo.

El canto de los gallos apenas se mezcla con el rumor del mar cuando llego al muelle. Aún es madrugada, la bruma cubre las lanchas y el aire está frío, cargado de sal. Me acomodo la gorra y empiezo a dar indicaciones a los hombres cuando, para mi sorpresa, la veo llegar.

Sesasy camina con paso firme, jeans, sudadera ligera y el cabello atado en una coleta alta. Trae su bolso al hombro y ni rastro de Lady Pom Pom ni de Caty. Solo ella.

—Sesasy… ¿qué haces aquí tan temprano? —le pregunto, acercándome.

Ella se cruza de brazos, con esa determinación que no deja espacio a dudas.

—Si tú empiezas a trabajar desde estas horas, yo también. No puedo pedir respeto si no hago lo mismo.

Me quedo mirándola un instante, porque no es la mujer de la primera semana. No es la que se quejaba de la arena ni la que miraba los peces con horror. Es alguien más… alguien que empieza a entender lo que significa estar aquí.

—No es necesario que te levantes tan temprano —le digo, con voz más suave de lo que pensaba usar—. Podrías venir más tarde, nadie te lo reprocharía.

Ella niega con la cabeza.

—Sí es necesario. Si quiero aprender, tengo que ver cómo empieza todo. Desde el principio, Mateo.



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Editado: 07.10.2025

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