Tacones en el lodo

Capítulo 10

—Me gusta cómo se te ve ese vestido —dice Caty con un suspiro triste, bajando la mirada.

—¿Qué pasa, Caty? —le pregunto, sabiendo que algo trama.

—¿Por qué me tengo que ir de tu lado? —hace un puchero digno de premio Oscar.

—Porque tienen que ver que realmente somos un matrimonio —le acaricio la mejilla—. Es temporal, te voy a poner un escritorio en la oficina para que trabajes desde ahí y nos veamos todos los días.

—¿Con mucho Shiny?

—¡Con mucho Shiny! —le respondo, y los dos chocamos las manos con complicidad.

A mí tampoco me gusta que se vaya de mi lado. Caty ha sido mi sombra, mi cable a tierra, mi asistente, mi familia. Lo quiero con el alma, aunque a veces quiera estrangularlo con una bufanda llena de lentejuelas.

La primera vez que lo vi, todavía no era “Caty”, sino Catalino, y debo admitir que me quedé impresionada.

Era apuesto, con esos ojos oscuros que parecían saber más de la vida que el resto de nosotros. Tenía los brazos marcados por el trabajo, el cabello revuelto y un aire de chico rudo que nada tenía que ver con el hombre que conocí después.
Y, para ser honesta, no se veía tan gay.
Aparentaba bien, con su overol de trabajo azul, la camiseta blanca pegada al cuerpo y esa sonrisa descarada que podía convencer a cualquiera de dejarle el coche… o el corazón.

Yo iba camino a la universidad cuando mi auto decidió morir en la peor parte de la carretera.

Caminé cuadras enteras bajo el sol hasta encontrar un pequeño taller con música a todo volumen.

Ahí estaba él, bailando con una llave inglesa como si fuera un micrófono, cantando a gritos “Ojos así” de Shakira.

Me quedé mirándolo, sin saber si pedir ayuda o pagar entrada.

—¿Tú eres el mecánico? —le pregunté.

Él levantó la mirada y me sonrió con descaro.

—¿Y tú eres la dueña del coche o una aparición celestial? —dijo, como si estuviera improvisando una escena de telenovela.

—Las dos cosas —respondí entre risas—. ¿Me puedes ayudar?

—Claro. ¿Dónde lo tienes?

—A varias cuadras.

Me miró de pies a cabeza, deteniéndose en mis zapatillas.

—¿Y caminaste con esos Louis Vuitton?
Me sorprendió que supiera la marca.

—Sí. Tengo que llegar a la universidad.
—Vamos a ver tu carro entonces —dijo, limpiándose las manos con un trapo viejo mientras salía del taller—. ¿Qué estudias?

—Finanzas. Mi familia quiere que tenga una carrera formal, pero yo quiero otra cosa.

—¿Qué quieres ser?

—Influencer de maquillaje y moda.

—Eso es muy… moderno —respondió, midiendo sus palabras—. Pero serlo es de mucho trabajo.

—Lo sé. Pero siento que puedo hacerlo funcionar. Dime, ¿cuántas influencers gordas conoces? —pregunté, alzando la ceja.

Se quedó pensando.

—¿Ves? —dije, triunfante—. No hay casi. Y yo quiero ser esa representación.

—Entiendo el punto —admitió, con una sonrisa genuina—. La verdad, eres muy guapa.

—Gracias —contesté, notando cómo el calor me subía a las mejillas—. ¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Qué quieres ser?

Se detuvo, serio por un momento, y luego respondió con una voz tan sincera que me desarmó.

—Libre.
No sé por qué, pero esas palabras me golpearon directo al pecho.

Llegamos al coche.

—Las llaves, por favor —me pidió, extendiendo la mano.
Se agachó, abrió el cofre, revisó un par de cosas y luego entró para encender el motor.
En cuanto giró la llave, una nube de humo blanco salió disparada como si el auto hubiera decidido morirse dramáticamente.

—¡Esto va a explotar! —grité, soltando el bolso y corriendo calle abajo como si mi vida dependiera de eso.

—¡Espera! ¡No va a explotar! —gritó él detrás de mí, riéndose a carcajadas.

Cuando volteé, seguía junto al carro, agitando la mano, cubierto de humo, con esa sonrisa burlona que ya me resultaba familiar.

El humo sigue saliendo del cofre como si el auto estuviera a punto de lanzar su último suspiro.
—¡Te juro que lo escuché tronar! —le grito desde una distancia prudente, por si acaso—. ¡Eso va a explotar!
Él se ríe, con esa carcajada contagiosa que me da ganas de aventarle una chancla.

—No va a explotar, princesa del drama. Es vapor del radiador, nada más.

—¡Ah, bueno! —respondo con sarcasmo—. Entonces avísale a mi alma que regrese a mi cuerpo.

Él sonríe, cerrando el cofre.

—Vamos a tener que llevarlo al taller.

—¿Y cómo piensas hacer eso, mago del motor?

—Con una grúa.

—¿Tienes una grúa? —pregunto, incrédula.

—Sí. Y funciona mejor que tus tacones de lujo —responde, mirándome las zapatillas— Vamos, te llevo.



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Editado: 07.10.2025

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