Ania se encontraba en el balcón del último piso del Centro de Investigación Takano, mirando hacia el suelo con el zoom de sus lentes de trabajo. Podía ver con claridad lo que sucedía treinta pisos más abajo, en el suelo. Mason era escoltado por los guardias hacia el transportador que lo llevaría a la ciudad. En sus brazos llevaba una miserable caja con las pocas pertenencias que eran enteramente suyas. Ania no toleró ver su resignación.
Ya lo había visto demasiadas veces.
Primero con Kai.
Luego Prisma.
Roo.
Trix.
Ania sabía que debería estar en el exilio. Era tan culpable de traición como el resto, y de nada se arrepentía. En realidad, de una cosa sí se arrepentía; de bajar la guardia lo suficiente para permitirles a los rebeldes actuar. Derrocar a un gobierno con un miserable programa...
Telyon era el planeta más avanzado en tecnología y educación, ni siquiera debería haber sido posible tal retroceso social a mano de un par de moralistas como ellos. No en el año 3147.
Apagó la cámara de los lentes y su visión se remplazó por la cúpula que los resguardaba. Una placa de cristal que durante el día proyectaba imágenes de lo que llamaban "cielo" en la tierra. Era durante la noche el único momento en el que podían ver la verdadera atmósfera del planeta, tan débil que parecían encontrarse en pleno espacio. Las estrellas, los planetas, los satélites, la estación espacial...
Y el basto terreno sin colonizar de Telyon, lleno de cráteres y polvo que volaba permanentemente hasta la mínima altura de los dedos de los pies. Más allá, en la nada, estaba la ciudad, protegida por otro domo a través del cual se veían los edificios. Allí se estaba dirigiendo el transbordador de Mason.
Ania decidió regresar adentro de una buena vez. En cualquier momento llegaría su nuevo jefe a encomendarle un nuevo trabajo y un nuevo equipo. Se encontraba sola en el piso principal de la administración, pero sabía que miles de cámaras vigilaban sus movimientos. Si bien estaba libre, sabía que le tomaría años librarse de la vigilancia constante.
Sus tacones resonaron en el suelo mientras se acercaba al centro de la sala, donde un pedestal protegido por una fina barrera de láseres, invisible a simple vista, y una pared de cristal irrompible que guardaban una tiara hecha de gogo. Era una fina vara del material que se enroscaba para ajustarse a la coronilla de quien lo llevara, con su borde sobresaliendo hacia arriba como un único pico. Un solo giro, uno y otro extremo de la nunca se tocaban. Una obra de arte.
Era lo último que quedaba en el cosmos del preciado metal. El resto lo habían usado en la bomba que mató al rey trescientos años atrás. Imposibles de extraer. Los únicos que sabían cómo hacerlo y luego manipularlo se suponían muertos.
Un material tan precioso, peligroso y valioso...
Y ahora lo perdieron.
Se alejó de la tiara cuando alguien ingresó al salón. Era uno de sus viejos compañeros, con la bata de laboratorio puesta y una mirada perdida, señal de que estaba reproduciendo algo en su ojo robótico. Con un poco de compasión, la invitó a acompañarla.
—¡Ania! —la llamó, aunque ella ya estaba atenta—. Ven, trabajarás conmigo.
Esperó que se diera la vuelta para dar otro vistazo al material. Casi podía sentir su tacto maleable en sus manos.
Solo pudo pensar en que recuperaría su creación tarde o temprano, aunque eso implicara una nueva traición a la corona. Después de todo, a Ania nunca le había importado la monarquía.