Pasaron largas horas hasta que Kai recuperó la visión. Lo primero que vio fue a Mason, pasando la mano frente a su rostro a la espera de que reaccionara. Se reinició como una computadora, deslizando carteles que cubrieron los ojos de su amigo en los que alertaba el estado de cada parte importante. La recalibración, un proceso que la seguía mareando a pesar de los años, fue una lenta tortura durante la que su vista se movió de un lado al otro, cambiando colores y fallando en partes. Cuando el proceso acabó, se encontró con un balde que Mason le tendía.
—Intenta no vomitar encima de mis cosas.
Kai asintió. El simple movimiento la hizo vomitar.
Él aguardó a que se recompusiera. Fue un proceso largo, pero unos minutos no eran nada para alguien que vivió cientos de años, decía. Estaba sentado en su banco de trabajo revisando la pantalla que había conectado a Kai. Cada tanto se metía las manos en el cabello rubio, en el espacio rapado, y lo sacudía para desenredarlo. Lo repetía sin darse cuenta.
El taller tenía estanterías que formaban un pequeño laberinto de piezas de tonalidades rojizas. En una mesa, la principal de su compañero ausente, se extendía un sucio androide desarmado. Tenía abolladuras y era evidente que sus piezas eran de distintas marcas y antigüedades, como si lo hubieran restaurado mil veces y quedaran otras mil más.
Kai se levantó de la segunda mesa, la que le pertenecía a Mason. Sus músculos estaban contracturados por el duro metal. Lo hizo muy lento, tanto por las náuseas como por los cables que seguían conectados a ella. Mason tomó su brazo para ayudarla en el proceso. Una vez sentada, él hizo rodar su silla hasta quedar frente a ella y pasó el dedo sobre su tableta.
—Dime si puedes leer esto.
Dio vuelta la pantalla para que pudiera verlo. Era del doble del tamaño de su cabeza, una versión algo vieja que usaba para el trabajo. Había escrito una frase simple que leyó en voz alta. Con seriedad profesional, algo extraño viniendo de alguien que ella conocía tan bien, hizo un par de cosas más en la tableta y luego la volvió a enseñar.
—¿Qué color ves?
—Naranja.
Regresó a la pantalla como si todo fuera rutinario.
—Recalibraré —dijo—, es amarillo.
Los cables tiraron cuando se levantó a prisa, moviendo hilos en su cerebro que le despertaron las náuseas.
—Tal vez sea la luz —propuso Kai, esperando disimular el nerviosismo que le produjo la idea—, ¿desde cuándo usas luces cálidas?
Mason la miró de costado, con ojos entornados. Ya estaba reiniciando el proceso en el aparato.
—Es luz blanca.
A Kai no le importó.
—Puedo vivir así.
—No, no puedes. —Los dedos de Mason se detuvieron un instante, lo suficiente para que ella se concentrara el sardónico tono—. Te cambié los pañales una vez, ¿ahora resulta que tengo que hacerlo de nuevo? Pensé que habías crecido.
El regaño de Mason fue como el de un padre. Y la fastidió como uno.
—Tú porque no sabes lo que se siente.
—Por algo no dejé que me pusieran uno.
Kai tuvo que guardarse lo que quería decir. En la actualidad había mucha gente con procesadores, pero pocos tan desarrollados como el de ella, un prototipo de sus padres que era más una maldición que una ayuda. Por algo nunca acabó de desarrollarse; la ciencia avanzaba y el cerebro humano se volvía más complejo a más se lo conocía. Los procesadores comerciales eran básicos, se limitaban a grabar memorias y controlar anomalías en el cuerpo, como cambios hormonales y problemas sanguíneos. Los más sofisticados hacían una que otra cosa más, algunos transformaban ideas abstractas en imágenes, textos e incluso música en cuestión de segundos, y eran máquinas que pocas personas en la confederación podía permitirse pagar. Aun así, pocos procesadores eran tan avanzados como el de Kai.
Los efectos de la calibración, potenciados por el estado en que la anterior la había dejado, eran solo una prueba de eso. El proceso se repitió. Imágenes moviéndose a cuadros, desaparecían partes y se confundían con otras, cambiando los colores. Un video repetido. Vómito. Mirar con odio a Mason. Tirarse en la mesa. Vomitar, de nuevo.
Su procesador no era algo que pudiera verse solo en una tableta como la de Mason. A ella le habían puesto incluso ojos de vidrio para que su vista entera funcionara como una computadora y brindarle acceso a la red. Ver las noticias, o videos de gatos jugando si lo deseaba. Pero conectarse suponía un problema desde hacía cuatrocientos años y otros desde hacía unos cien; el primero era que la enfermaba el uso, el segundo era lo fácil que podrían controlarla si se le ocurría hacerlo.
Mason pasó las distintas pruebas de nuevo. Controló primero los registros que mostraba el procesador y luego le enseñó algunas frases, más elaboradas que la anterior, imágenes que fueron de colores concretos a detalladas fotografías. Kai estaba demasiado concentrada en las náuseas para prestarle la atención que él quería. Su vista había cambiado. La habitación era ahora fría, puro negro y plata, y restos de óxido por doquier. El color dorado del cabello de Mason era ahora ceniciento y su piel recuperaba ese tono algo desabrido.