El frío en su sangre causado por la pregunta reemplazó sus inquietudes anteriores. La mirada de Ryder no demostraba nada; como si fuera una curiosidad sincera, a pesar de haber comprendido la importancia de lo reproducido. Ella balbuceó al principio, demasiado perturbada para hablar sin que le temblara el labio.
—¿Qué hiciste? —preguntó, chocando espalda con el cartel—. ¿Cómo hiciste eso?
Sintió que su hiperventilación estaría reflejándose en la realidad, aun sabiendo que no era así como funcionaba. Era un reflejo de su pánico; suficiente para que Ryder decidiera moverse con cautela en lugar de esa mordacidad a la que parecía predispuesto.
—¿Qué cosa?
A ella le fastidió soberanamente su actitud.
—¡¿Cómo lo viste?! —reclamó. Imperturbable, él desvió su vista al desfile holográfico sucedido a la distancia—. ¿Te metiste en mi cerebro?
Pero Ryder se negaba a responder ninguna de sus preguntas. Bebía con calma, siguiendo con la mirada las carrozas más atractivas del desfile real. A ella le era absurdo lo grande que era; sabía que los reales, los que se suponía que representaban, no rozaban los balcones de los cuartos pisos ni abarcaban cada carril de la avenida.
Para colmo, Ryder tampoco demostraba que le generaran ni un ápice del espíritu patriótico al que aspiraban. Era curiosidad desdeñosa la que se reflejaba en sus ojos tornasolados. Frustrada, confundida y, sobre todo, furiosa, decidió abrir el panel y seleccionar la opción para regresar al punto de reaparición; su habitación.
Nada sucedió.
Presionó el botón de nuevo. Nada.
Lo miró con el más agrio odio al notar su sonrisa socarrona.
—Me llamó la atención —comentó el muchacho—. Cuando me metí en tu configuración la semana pasada, me pareció muy extraña. Nunca me había conectado a algo así.
—¡No puedes meterte en la configuración de los demás!
Ryder bufó.
—Cálmate, ni siquiera hice nada. —Giró, dándole la espalda al vacío y apoyándose en la baranda para verla—. Solo aproveché que te conectaste para husmear. No tuve nada que ver con se bug raro en tu cabeza. Supuse que no te estaría gustando ahogarte, así que te saqué yo. El resto no lo toqué, ¡lo juro!
En una irritante señal de paz alzó las manos, picando un poco más los nervios de la chica.
—¡No puedes ir por la vida metiéndote en la cabeza de la gente! —chilló—. ¡Es imposible!
Como si pudiera protegerse de algo físico, enterró los dedos entre sus hebras de blanco luminoso y cubrió con ellos su cabeza. Con torpeza desplegó el código de su configuración, buscando algún cambio que la estuviera reteniendo, pero no tenía sentido. Modificar el código de otros usuarios no solo era ilegal, también era en extremo difícil, Kai sabía de primera mano que se requería un conocimiento alucinante para conseguirlo. La seguridad de la red era extrema.
—Es imposible para los que desperdician sus vidas en cosas estúpidas —reflexionó él en voz alta—. Pareciera que, a más se alarga la vida, menos hace la gente con ella. No parecen entender que el tema con los límites indefinidos es que lo imposible se convierte en una simple improbabilidad.
Ella ignoraba sus divagaciones, enfrascada en encontrar una explicación lógica a lo que pudo hacer.
—No, no... —balbuceó—. ¿Quién eres?
Ryder sonreía, bebía su refresco y vagaba su vista en las estrellas, como si no fuera nada.
—Una cosa a la vez, ¿no crees? —se mofó de ella—. ¡Todavía no me dijiste qué es el gogo!
—¿Por qué lo haría?
Las pupilas de Ryder se tornaron blancas. Paralizado, sumido en alguna actividad que ella no podría ver, le inquietó lo que ese agrio desconocido estaría haciendo. Se propuso aprovechar la oportunidad e irse. Inspeccionó el cartel; miró entre las rejas que le servían de plataforma, encontrándose con que una única columna los sostenía, naciente de un tejado lejano. Una escalera de caracol bajaba alrededor de ella.
—¿El mineral? —Indagó él, regresando su consciencia al cuerpo virtual—. Cada segundo eres más interesante.
Kai se dirigía al borde del anuncio, donde iniciaban las escaleras. Si tenía que bajar peldaño por peldaño solo porque ese imbécil le bloqueaba el acceso a su menú de opciones, lo haría.
—No soy una máquina para ser interesante de esa manera —gruñó.
Ryder la siguió.
—No, pero la máquina que tienes en tu cráneo lo es —replicó—. ¿Qué modelo es?
Apresuró el paso. Lo único neónico en las escaleras era una baranda formada por una tira fina de un metal suave, su luz viajaba en su superficie como granos dentro de un tubo, cambiando gradualmente sus colores. Rojo, luego rosa, luego violeta...
La luminosidad de los cabellos de ambos se combinó con esos focos de luz que viajaban como en un tobogán. Bajaba detrás de ella, quien se saltaba uno u dos escalones en sus saltos apresurados.
—Ninguno —respondió tajante—. Y déjame en paz.
Un minuto después, Ryder apareció delante de ella, a un par de escalones por debajo. Al detenerse, sus pies se resbalaron y un grito de sorpresa rebotó en el espacio abierto. Se sujetó con fuerza de la baranda. El metal brilló en el lugar en que hizo presión.