Tal vez el último verano.

2

Aquel verano de mil novecientos cuarenta y dos, el mundo estaba en guerra. Aunque para nosotros en aquella pequeña ciudad del sur de Francia, la guerra quedaba muy lejos. 
Hacía ya dos años que Alemania había invadido Francia. Mucha gente pensó que aquello era el fin. Y puede que llevaran razón, por lo menos en algo acertaron. Fue el final de muchas cosas y el principio de otras. La comida escaseaba, la libertad y por supuesto, la paz estaban amenazadas. La gente miraba con desconfianza a su alrededor. Ya nadie estaba seguro. Los delatores aguardaban en cualquier plaza o café, la gente desaparecía sin dejar rastro alguno y se hablaba de unos extraños trenes que transportaban personas hacia el norte. 
Fue la primera vez en mi vida que escuche unas palabras que no sabía lo que significaban: Campos de concentración, cartillas de racionamiento, gestapo, nazis, judíos.
Ahora, dos años después del inicio de esta pesadilla, sí sé lo que significan. Una sola palabra puede describirlas: Odio.
El odio de hermanos contra hermanos. El Odio en mayúsculas.
A mis doce años nunca había pensado en esa curiosa palabra, jamás la había sentido. El odio no formaba parte de mi vocabulario.
Eramos muy inocentes al principio y tuvimos que despertar de nuestro dulce sueño a la fuerza.
Hacía exactamente dos años que mi familia y yo vivíamos en París cuando nuestra ciudad se llenó de uniformes grises, pero eso no fue lo único que cambió.
El ruido de las bombas y las explosiones, el aullido de las sirenas en mitad de la noche, el sonido de las tropas al marchar y el lento ondear de unas banderas tricolores: rojo, blanco y negro, con una extraña cruz en su centro fueron algo corriente en nuestras vidas.
Mi padre, Alejandro Aranda, profesor de escuela y refugiado en Francia de otra guerra que se había librado en el país vecino, supo lo que debía hacer. Si antes habíamos abandonado España, escapando del odio que prácticamente había destruido nuestro país, ahora debíamos hacer lo mismo. Por suerte, teníamos un lugar al que ir. Muy lejos hacia el sur, en una pequeña ciudad llamada Istres, mi padre tenía varios conocidos y gracias a ellos había logrado encontrar una casa en la que vivir. 
Mi padre, mi madre, mis dos hermanas pequeñas y yo partimos hacía el sur dos años después de la invasión, dejando atrás el caos y el miedo que parecían haberse adueñado de París.
Por el camino, pude ver unas escenas que jamás en mi vida podría llegar a olvidar.
La muerte, algo que tampoco había visto en mi corta vida, se convirtió en una imagen repetitiva. 
Había muertos en las cunetas de la carretera, hombres mujeres y también niños. 
Mi padre evitaba en todo momento que llegásemos a ver tan macabras escenas, pero la curiosidad podía a veces más que la sensatez.
Yo jamás había visto nada parecido. Cuerpos ensangrentados, algunos terriblemente mutilados.
Hubo una escena que nunca he podido olvidar. Una niña de unos seis años, vestida con un bonito abrigo, con el rostro sucio de barro y de lágrimas secas, arrodillada junto al cadáver de su madre y a la que aún aferraba la mano apremiándola para que se levantase de nuevo.
Mi padre no quiso detenerse, siguió conduciendo el automóvil, sin querer hablar del asunto. Cuando más adelante, le pregunté por qué no podíamos haber ayudado a esa niña, dijo solamente una palabra: Judía. 
¿Eso qué significaba?
En aquel entonces no lo sabía. Ahora, sólo dos años después sí lo sé. Ser judío equivalía a ser perseguido y eso significaba lo mismo que estar muerto.
La Alemania nazi se había encargado de ello de una manera concienzuda.
Llegamos a Istres, dos semanas después de haber abandonado París. En el trayecto habíamos dormido en varios hostales e incluso en el mismo automóvil. 
Fue terriblemente agotador para mis dos hermanitas y sobre todo para mi padre, que había conducido durante todo el viaje. 
Tardamos mucho más de lo esperado en llegar, porque el camino a veces estaba cortado por patrullas alemanas y en esas ocasiones dábamos un rodeo tratando de evitarlas.
Yo lo único que sentía en aquel viaje era haber abandonado todo lo que conocía en París; mis amigos y mis libros y juguetes, por un futuro incierto.
La casa que mi padre había comprado en Istres, a través de esos amigos era realmente espaciosa. Parecía un castillo, esa fue la primera impresión que me dio.
Estaba rodeada por un alto muro, contaba con dos viviendas anexas y un gran patio central lleno de arboles frutales; manzanos, cerezos y melocotoneros. También tenía una amplia biblioteca llena de libros y mi habitación era mucho más grande que la que había dejado en París. Eso me alegro un poco, aunque tener que hacer nuevos amigos entre los niños de esa ciudad me causaba cierto temor. Yo conocía a mis antiguos amigos desde que habíamos comenzado juntos el colegio. Ahora era un extraño allí.
Mi padre había encontrado trabajo en la escuela pública de aquella ciudad, por eso había decidido que nos trasladásemos allí y nosotros, mis hermanas y yo comenzaríamos las clases el lunes siguiente en ese mismo colegio.
Mientras tanto decidí explorar un poco por mi cuenta todo aquel entorno que a partir de ahora se iba a convertir en mi nuevo hogar.
La casa como ya he dicho, era enorme. Uno podía perderse, literalmente en sus más de veinte habitaciones, sótanos, despensas, cocinas, tenía dos y dormitorios. En la Provenza se conocía a ese tipo de construcciones como Mas. Las famosas masías españolas.
El patio era inmenso. Aparte de los árboles frutales, también tenía un huerto muy amplio. Pude reconocer algunas de las verduras y hortalizas allí plantadas: coles, lechugas, zanahorias y tomates. Otras eran desconocidas para mí, pero la zona que más me gusto fue la que tenía plantados un buen número de girasoles, todos esbeltos y mirando a ese sol que parecía brillar con más intensidad de lo que jamás había podido observar en París. Un sol de azufre rodeado de un cielo de un azul tan perfecto que parecía irreal.
Llegué hasta la puerta de la calle y decidí salir para explorar los alrededores. Mis padres estaban muy atareados deshaciendo las maletas y revisando la casa para prestarme atención, además en ningún momento me habían prohibido salir de allí, pensé yo. Sabía que tan sólo eran excusas, pero mi mente las acepto de buen grado.
Recorrí el perímetro de la amplia finca siguiendo el muro de piedra, alto como dos personas puestas la una sobre la otra y descubrí varios senderos que partían desde allí. Uno de ellos sin duda llevaría a la ciudad que se encontraba a escasamente media hora de allí andando, el otro sendero se internaba en el bosque que rodeaba la casa por su parte posterior. Decidí no tentar a la suerte y permanecí junto al muro de piedra explorando los alrededores. Mi imaginación me hacía verme como Howard Carter, el famoso arqueólogo que unos años atrás había descubierto un fabuloso tesoro al encontrar la tumba del faraón Tutankamon. Quién sabe, yo también podría hallar algo en aquel viejo lugar, algún tesoro escondido o algo parecido.
Me pareció ver brillar algo entre unos matorrales a unos veinte metros de allí. Parecía un objeto bastante grande, oculto entre las ramas de un arbusto de camelias.
Me acerqué raudo hasta ese lugar y me quedé sorprendido al distinguir lo que había encontrado.
¡Una bicicleta!




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