Tal vez el último verano.

El campo de patatas de monsieur Belmont

1

Mi primer día de escuela en aquella nueva ciudad fue bastante extraño.
Sí, podría haber sido una ruina e incluso el peor día de mi vida, pero los hados del destino quisieron que fuera todo lo contrario. Acabe siendo aclamado como un héroe sin yo proponérmelo y a mi pesar, porque también tuvo cierto riesgo la situación.
Me explicaré:
Llegué al colegio temprano, acompañado por mi madre y mis dos hermanas. He de decir en favor de ellas que son una auténtica preciosidad. Habían salido en todo a mi madre, con esto no quiero decir que Alejandro Aranda fuese un tipo feo, no. Pero tampoco era un adonis. Y yo por desgracia había heredado sus rasgos. Su delgadez extrema de la que estaba muy orgulloso porque según decía le recordaba a cierto hidalgo español de cuyo nombre nunca quería acordarse y que para él significaba mucho más que una figura literaria. Era, me decía siempre, un orgullo ser español y parecerse al ingenioso hidalgo le confería algo así como un aura de caballerosidad, casi como si fuésemos familia.
Sus ojos, diminutos tras las gafas afeaban un poco su rostro varonil. Su pelo espeso y muy negro y que yo había calcado a su imagen y semejanza era la única parte de su anatomía de la que yo estaba orgulloso de haber heredado. 
También sus manos de dedos largos y ágiles y que denotaban su poco esforzado trabajo. No eran las manos de un mozo, ni de un trabajador. Eran las manos de un profesor. 
Si yo había sacado los rasgos de mi padre, mis dos hermanas gemelas eran tan parecidas a mi madre como dos gotas de agua. Sus cabellos rubios, ondulados en graciosos bucles y peinados con simétricas coletas, enmarcaban unos rostros ovalados de pecosas naricillas y ojos de un azul profundo. Dos pequeñas muñequitas de cinco años que siempre iban juntas a todas partes. Mirelle y Madeleine, aunque a veces ni yo mismo sabía distinguir a la una de la otra.
Llegamos al colegio, como ya dije, muy temprano, cuando todavía no había llegado ningún otro alumno.
El edificio que iba a acogernos todos los días de la semana excepto los sábados y domingos era un bloque gris de ladrillo bastante feo y triste. Pensé que si lo hubieran utilizado como prisión no habría desmerecido para nada su desolador aspecto. No sabía por qué se empeñaban siempre en elegir los peores edificios para convertirlos en escuelas, con la cantidad de edificios más bonitos y luminosos que había en la ciudad. Lo primero que llegabas a pensar era que asistir a clase se convertía irremediablemente en un castigo y lo segundo en una larga condena y eso que yo no era un mal estudiante, aunque también tenía la ventaja y a veces la desgracia de tener un padre maestro.
Los niños empezaron a llegar un rato después. Se juntaban en corrillos y a veces miraban curiosos en nuestra dirección. Los gritos y la algarabía fueron in crescendo hasta alcanzar limites peligrosos para el oído humano. Eso lo había leído en un libro.
Uno de aquellos chicos no apartaba la vista de nosotros. Era un chaval alto y espigado de cabellos tan rubios como un campo de trigo y que cojeaba ligeramente de su pierna izquierda.
Al cabo de unos segundos se acercó hasta mí con su característico andar renqueante, me fijé en que llevaba unos zapatos muy raros. Uno sobre todo tenía un tacón bastante alto.
—¿Tú eres el nuevo? —Me preguntó.
Yo asentí sin dar más explicaciones.
—Me llamo Antoine, ¿y tú?
—Pedro —le dije.
—Creo que te han asignado a mi clase —Lo dijo como si fuera suya de verdad.
—Pues nos veremos allí —contesté tratando de zanjar la conversación. Quizás sea una especie de don lo que que yo tengo, pero suelo descubrir inmediatamente a la gente con la que me llevaré bien y a la que debo evitar y algo me decía que ese Antoine iba a ser de la segunda clase. 
—¿Te crees muy especial, niño rico?
Mi madre, para colmo de mis desgracias, intervino en cuanto escuchó el tono de voz con el que se dirigían a mí.
—Haz el favor de dejar a mi hijo en paz, bonito.
Aquel adjetivo sonaba peor que cualquier insulto al salir de la boca de mi madre y Antoine retrocedió aturdido.
Sabía perfectamente que acababa de crearme un enemigo y eso que aún las clases no habían comenzado.

¡Bravo por Pedro Aranda!

Vi como Antoine se reunía con dos chicos tan zarrapastrosos como él y que daban la talla de ser sus secuaces. Había visto en el cine muchas películas de gangsters y sabía reconocerlos de inmediato. 
Así que ya no tengo sólo un enemigo, ahora son tres, me dije bastante acongojado, empezaba con buen pie.
La puerta del colegio, gruesa y enrejada, se abrió con un chirrido que me puso los nervios de punta. Parecía indicarme el futuro que me esperaba allí dentro.
Añoré París y a mis leales amigos. Con ellos me hubiera enfrentado sin dudarlo a un pelotón de Antoines, pero estaba sólo esta vez y ni siquiera había traído mi fiel tirachinas, con el que había descalabrado muchos melones cubiertos de pelo, o sea cabezas.
Entré en la que sería mi clase y me quedé junto a la puerta, quieto y envarado. El profesor de mi clase, monsieur Lucien Boucher, me miró de la cabeza a los pies como diseccionándome con la mirada.
—¿Tú eres Pedro Aranda? —Me preguntó, a lo que me limité a asentir.
—Espera un momento aquí —me dijo —, haré las presentaciones.
Era lo que me temía. Toda la clase mirándome como si fuese un bicho raro, aquello era insufrible.
—¡Atención! —Gritó para hacerse oír el profesor —Silencio niños, quiero presentaros a un nuevo alumno. Se llama Pedro y viene de París.
Hubo murmullos al escuchar mi procedencia.
—Pedro no es un nombre de aquí —dijo una niña bastante regordeta y con dos trenzas enormes.
—No, es un nombre español —aclaró el profesor.
—¿Y qué hace en Francia? —reconocí la voz al instante, era Antoine el que había hablado.
—Vive aquí —dijo el profesor sencillamente —. Quiero que entre todos le ayudéis a integrarse y os comportéis como es debido.
Yo sabía de tres que lo que pensaban era ayudarme a desintegrarme y a ser posible a palos.
—Ese es tu pupitre, Pedro —me dijo señalando uno vacío de la segunda fila.
Me senté e intenté hundirme en el asiento para tratar de hacerme invisible, cosa que no llegué a lograr, pues era el centro de todas las miradas.
Junto a mí había un chico moreno y al otro lado una chica de cabellos color miel, los dos me miraban con curiosidad.
Evité mirarlos y me concentré en la lección que el profesor había comenzado a explicar.
Al cabo de un rato sentí un codazo. Había sido el chico que estaba junto a mí el que me había rozado.
—Me llamo Jean Paul —me dijo con una sonrisa.
— Y yo Christine —dijo la niña situada a mi derecha.
Les miré y sonreí a mi vez. Mi instinto me avisaba de que acababa de hacer dos nuevos amigos.




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