Tal vez el último verano.

4

El médico apareció al fondo del pasillo y aquello me salvó la vida. Cuando llegó junto a nosotros me miró y comprobó mi temperatura poniendo su mano en mi frente. 
—Debe hacer mucho calor aquí —comentó —. No parece que tengas fiebre, Pedro, pero estás muy acalorado.
—Me encuentro bien —le dije. Por el rabillo del ojo vi como Christine se sonreía.
—Tengo que darte una buena y una mala noticia —me dijo el médico —. ¿Cuál prefieres primero?
No supe que decir. Estaba un poco asustado, tuve que reconocer.
—La mala primero —dijo Christine —,  así luego la buena hará que te olvides de la otra. 
—Entonces comenzaré por la mala, que tampoco es tan mala, no te asustes. Hemos comprobado que tienes un desgarro muscular y durante un mes más o menos tendrás que tener el brazo inmovilizado. La buena es que no tienes ningún hueso roto, por lo tanto no tendremos que escayolarte.
Di un suspiro tan fuerte que me sorprendí a mi mismo.
—Ya sabes —continuó el doctor —, nada de trepar, ni de ningún tipo de locura; te pondremos una venda y llevarás el brazo en cabestrillo pero podrás quitártelo para dormir. Dentro de un mes te vuelves a pasar por aquí y preguntas por mí, me llamo Pierre.
—¿Como yo? —Le dije. Pierre era Pedro en Francés.
—Sí, somos tocayos, Pedro. Enseguida vendrá la enfermera y te colocará las vendas, espera aquí.
Pierre el doctor se marchó después de despedirse de nosotros. 
La enfermera no tardó en llegar y me ayudó a incorporarme para ponerme los vendajes. El dolor fue tan fuerte que no pude evitar gritar en un par de ocasiones, cuando terminó me preguntó si me ayudaba a vestirme. Le dije que no hacía falta y le di las gracias. Ella se marchó dejándonos solos otra vez.
Me levanté de la camilla y cuando cogí la ropa me di cuenta de que me iba a resultar imposible ponerme la camisa sin ayuda. Miré azorado a mi alrededor y vi que la enfermera ya no estaba.
—¿Qué te ocurre, Pedro?
Christine me miró preocupada.
—Creo que no voy a ser capaz de vestirme yo solo —le dije mientras me ponía colorado otra vez.
Ella no dijo nada, cogió la ropa y me ayudó a vestirme. Lo hizo con mucho cuidado evitando que forzara demasiado el brazo para que no volviera a dolerme. Yo estaba bastante avergonzado, pero ella actuaba con total naturalidad.
Cuando estaba de rodillas, terminando de anudarme los cordones de mis zapatos, levantó la vista y me sonrió.
—No ha sido para tanto, ¿verdad? —Me dijo.
En aquel mismo momento supe que me había enamorado de ella completa y definitivamente. Y supe también, que ella lo sabía.
—¿Podrás andar? —Me preguntó.
Le dije que sí y juntos salimos de la habitación y bajamos a la sala de espera donde mi madre aguardaba.
En cuanto me vio, corrió junto a mí.
—El médico ha estado hablando conmigo. Me ha dicho que te pondrás bien, pero que debes descansar. Mañana mismo hablaré con tus profesores y les diré que no puedes ir al colegio...
—Sí voy a ir al colegio —precisé.
Extrañas palabras en boca de un niño, ¿verdad? Pero la realidad era que yo tenía motivos más que suficientes para no querer dejar de ir a clase. Uno de ellos estaba en ese preciso momento junto a mí.
—¿Cómo dices?
—Digo que mañana iré a clase. Acabo de empezar hoy y no pienso faltar.
Mi madre podía ser irascible y tozuda, aparte de muchas otras cosas más, pero cuando le explicabas el motivo y este era razonable, podía llegar a ser de lo más comprensiva.
—Tendrás mucho cuidado, ¿verdad, Pedrito? —Dijo dándose por vencida.
Esa era otra de las cosas que nunca había soportado de ella. Su obsesiva utilización del diminutivo de mi nombre, sobre todo cuando algún amigo mío estaba cerca.
Le dije que tendría todo el cuidado del mundo por la cuenta que me traía y ella pareció, sino convencida, si conforme con mi contestación.
—Mamá, está es Christine, una...amiga mía de clase.
—Me alegro de que hayas hecho amiguitos tan pronto. Es un placer conocerte, Christine.
—Yo también me alegro de conocerla, señora. Y sobre todo a su hijo, me salvó la vida.
—El médico me lo explicó todo —dijo mi madre, volviéndose hacía mí —. Estas hecho todo un héroe, Pedro.
Yo dije que no había sido nada, tan sólo suerte de reaccionar rápido. Pero ninguna de las dos me dejó hablar. 
—De eso nada —repuso mi madre —, todo el mundo se va a enterar de lo valiente que es mi niño. Yo me encargaré de eso.
Sentí un miedo atroz ante su efusiva amenaza. Era muy capaz de ir a los periódicos con la noticia.
—Y yo se lo contaré a todos en el colegio —dijo, Christine —. No todos los días puede una presumir de sus...amigos.
Noté la pausa. Sí, no me había engañado. Había hecho una pausa como yo, antes de decir, amigos.
Salimos del hospital y Christine se despidió de nosotros.
—Me siento muy mal dejando que te vayas sola —dijo mi madre —.  ¿Por qué no vienes a casa con nosotros y luego yo te acompañó a la tuya?
Yo la miré he hice un gesto afirmativo con la cabeza.
Christine accedió y nos acompañó hasta nuestra casa. Cuando llegamos vi la cara que puso al contemplar nuestro castillo.
—Con razón todo el mundo dice que eres rico —me susurró al oído.
—¡No lo soy! —Protesté —.  Mi padre encontró esta casa muy barata.
—¿Casa? Lo mío es una casa, esto es...
—Un castillo, lo sé. ¿Te gusta?
Me quedé mirándola. Allí, en el jardín, parecía una flor más, iluminada por los rayos del sol al atardecer. Ella no tuvo que contestar a mi pregunta, la expresión de su rostro lo decía todo.
—Es como estar dentro de un sueño y tener miedo de despertar —dijo por fin.
—Me ocurre a mí lo mismo —contesté sin poder apartar la mirada de sus ojos color miel.




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