Aquella tarde, dos días después de que mis amigos me hubieran invitado a su escondite secreto, yo a mi vez decidí invitarles a mi castillo. Al final acabaría denominándolo así, me dije, ya que todo el mundo coincidía en ello.
Jean Paul no hacía más que exclamar ¡ah! y ¡oh! ante todo lo que veía y yo, aparte de pensar que no era para tanto, terminé por creer que era un poquito exagerado. No mucho después, cuando visité su casa, me di cuenta de porque les parecía tan maravillosa la mía. Ellos y su familia vivían en una casita que parecía casi de muñecas dado su tamaño.
Mi madre estuvo encantada de recibirles de visita y nos preparo una estupenda merienda, algo que también les asombró a ellos, dado que su madre tenía que comprarlo casi todo con la cartilla de racionamiento.
Durante la guerra, el comercio entre la zona ocupada y la zona libre se había interrumpido y como consecuencia había escasez en casi todo tipo de productos. El mercado negro funcionaba bastante bien incluso bajo la atenta mirada de la policía, pero los precios eran tan elevados como escasos los productos.
Cuando terminamos de merendar les hice pasar a la biblioteca. Christine se quedó maravillada por la enorme cantidad de libros, a ella como a mí le encantaba leer. Por el contrario, su hermano prefería otra clase de actividades. Las canicas eran su pasión, le escuché decir. Yo la verdad era que nunca había jugado muy bien a las canicas y me dijo que él se ocuparía de enseñarme en cuanto tuviera tiempo.
Christine había cogido un libro de poemas y lo estuvo ojeando. Me fijé que el libro era de Edgar Allan Poe y que el poema que leía en ese momento se titulaba: Annabel Lee.
—Es precioso —me dijo — y tan triste.
Yo, que ya lo había leído coincidí con ella.
—Yo hubiera luchado contra los ángeles y los demonios para salvarla —afirmé convencido de lo que decía.
—Lo sé —dijo ella mirándome muy seria —. Tú ya eres mi héroe, ¿recuerdas?
—También la habría amado como en el poema —continúe bastante emocionado.
—¿Y si ella muriese la recordarías todos los días de tu vida?
—Construiría una tumba para ella y dormiría allí cada noche, siempre junto a ella.
—Y a ella, ¿cómo te la imaginas?
Tragué saliva. Mi corazón bombeaba tan rápido que creí que en cualquier momento escaparía de mi pecho.
—Sería preciosa, con una mirada muy dulce y una sonrisa divertida —continúe mientras mis ojos no se apartaban de los suyos —. Su pelo tendría el mismo color que los campos de trigo en el verano...
Ella se acaricio el cabello pensativa.
—Sus ojos serían como la miel y...
—No conozco a nadie parecido —dijo Christine bajando la vista mientras retorcía nerviosa sus manos.
—Yo sí...
—¿Sí?
Estábamos tan juntos que su aliento llegaba hasta mí, un maravilloso olor a vainilla.
Me acerqué un poco más y rocé sus labios con los míos.
Ella había cerrado los ojos y a la luz del sol que entraba por la ventana, resplandecía por entero. Era como un ángel que hubiera abandonado el cielo para hacerse luz delante de mis ojos.
Fue su hermano el que rompió el hechizo.
—Los libros me aburren —dijo mientras se acercaba a nosotros, al vernos se quedó sorprendido mirándonos.
Christine se dio la vuelta y colocó el libro en la estantería, luego rozó con su dedo el canto de los libros.
—Me gustaría leerlos todos —dijo sin volverse y evitando mi mirada.
—Puedes venir cuando quieras —le dije.
Y mucho mejor si vienes sola, pensé.
—No lo sé —contestó —. Tendría que venir muchas veces para leerlos todos.
O podrías vivir aquí, conmigo, seguí imaginando.
—Durante el verano tendrás tiempo —aventuré.
—Puede que lo haga. Me gustaría ver tu habitación, Pedro.
—Está un poco desordenada. —dije —. Aún no he tenido tiempo de colocar mis cosas y eso que tuve que dejar casi todas en París.
—Eso si que es una lastima —dijo, pero seguía sin mirarme y yo tenía el corazón encogido y estrujado como una pasa —. A mi me costaría mucho desprenderme de mis cosas.
Les enseñé mi cuarto, muy luminoso porque el sol del atardecer entraba por la ventana y teñía todo de ocres y dorados. La verdad era que no había nada que ver. Mi cama, un gran armario que cubría por entero una de las paredes y un arcón de madera donde guardaba yo mis escasas pertenencias: una peonza bastante usada, varios libros que conseguí traer a duras penas en el último momento y dos boinas de fieltro de lana a cuadros que casi nunca me ponía. También dos pares de zapatos y algo de ropa.
A Christine parecieron gustarle mis boinas y se puso una de ellas. Le quedaba muy bien, mucho mejor que a mí. Se miró en el espejo que había junto a la cama y a través del reflejo pude ver como me miraba y sonreía.
Pensé que iba a volverme loco en ese mismo instante.
—Sí quieres, quédatela. Te queda muy bien —se la ofrecí y ella la aceptó encantada.
Para no hacer de menos a Jean Paul, a él le regalé mi peonza que yo hacía tiempo que no usaba. El chico me abrazó como a un hermano para darme las gracias.
¡Vaya! —Exclamó —. Es fantástica. Mañana vendrás tú a nuestra casa. Te regalaré un libro que me dieron hace mucho tiempo porque se que tú disfrutaras mucho más que yo con él.
Acepte la invitación con una sonrisa. Estaba deseando ver el cuarto de Christine.