—¿Que hacéis? —Oí que Paul nos preguntaba desde la puerta de su cuarto.
Christine había soltado mi mano tan súbitamente que yo había pegado un respingo.
—Estábamos leyendo, Paul —dijo Christine con increíble sangre fría.
—Se lee con los ojos —apuntó Paul —, no con los labios.
—¿No sé te ocurrirá decirles nada a papá y mamá? —Christine se había levantado y avanzó hacia él. Paul dio un paso atrás. Me fijé por primera vez que Christine era más alta que su hermano.
—¿Yo? ¡No sé me ocurriría, hermanita!
—¡Júralo!
—Lo juro, Chris. No diré nada.
Ella se volvió a sentar a mi lado, desconfiada pero aceptando la palabra de su hermano.
—Ahora sí haces el favor, me gustaría estar a solas con Pedro —le dijo, enfatizando la palabra a solas.
—Está también es mi habitación —protestó el chico — y Pedro también es mi amigo.
—Ya, pero Pedro ahora es mi novio...
¿Su novio? Lo había dicho con tanto aplomo que hasta yo mismo me lo creí.
—¿Sois novios? —Preguntó con la boca abierta.
—Sí, ¿ocurre algo? Y cierra esa boca, te van a entrar moscas.
Paul dio media vuelta y salió de la habitación.
—Se ha enfadado —le dije.
—No lo creo...¡y si se enfada, peor para él!
Ahora recordaba lo que Paul me había advertido sobre el carácter de su hermana. Era terrible cuando se enfadaba.
—Paul es un buen chico —reconoció ella —, pero siempre esta metiendo la nariz donde no le llaman. A veces puede llegar a ser muy pesado. Luego le pediré perdón.
Yo sonreí.
—Es cierto lo que has dicho antes, ¿quieres ser mi novia? —Pregunté midiendo mis palabras con mucho cuidado.
—Sí. Tú también quieres ¿no?
—¡Claro que sí! —respondí. Aunque en realidad no tenía ni idea de lo que se suponía que era ser novios, ni lo que había que hacer —¿Qué hacemos ahora?
—¿Ahora? Seguir leyendo, por supuesto.
Ella cogió otro libro de la maleta y me lo mostró.
—Este lo escribió un español como tú —me dijo. Me fijé en la portada y leí: Rimas y leyendas de Gustavo Adolfo Becquer.
Reconocí haber leído algunas de ellas. Hubo un par que me gustaron bastante pero ahora mismo no recordaba los títulos.
—Los novios se pueden besar —dijo ella muy sería y en voz baja, sin mirarme en absoluto, mientras pasaba con rapidez las paginas del libro—, van agarrados de la mano y nunca miran a otros. Cuando son mayores se pueden casar y tener hijos. Sabes de dónde vienen los niños, ¿no?
Dije que sí, enfáticamente, pero en realidad no tenía ni idea y tampoco quería parecer un idiota o un crió delante de ella. Estaba empezando a sudar y aquella conversación no contribuía a calmar mis nervios.
—Me gustaría tener hijos contigo cuando sea mayor —me dijo.
—A mi también me gustaría —me apresuré a contestar.
Ella se rió.
—¡Ya lo creo!—Dijo enigmática y al mirarme se ruborizó.
En aquel momento no lo entendía, fue Paul, más adelante quien me lo explicó todo y me di cuenta de que no había sido mas que un pobre pardillo.
Mi pequeña francesita era mucho más despierta de lo que yo hubiera imaginado.
—Ya me acuerdo —dije yo de repente, cambiando de conversación —. Había una poesía sobre unas golondrinas, ahí en el libro. Me hicieron aprendérmela en el colegio, en París...decía algo así como: las golondrinas volverán a tu balcón...no sé, no me acuerdo muy bien.
Ella recito de memoria:
—Volverán las oscuras golondrinas, a tu balcón sus nidos a colgar, y otra vez, con el ala en tus cristales, jugando llamarán...
—Sí, esa es! —Grité.
Christine continuó:
—Pero aquellas que su vuelo refrenaban, tu hermosura y mi dicha al contemplar, aquellas que aprendieron nuestros nombres, esas, no volverán...
—Eres increíble, Christine —dije, y las palabras salieron de mi corazón.
Cuando después de un rato salimos de la habitación, yo con los libros escritos por Christine debajo del brazo, vimos a Paul que nos miró enfurruñado. Estaba sentado en la sala de estar que hacía también las veces de comedor, leyendo un libro.
¿Él leyendo un libro?
Christine cogió del brazo a su hermano y se lo llevó a la habitación de ambos. Yo me quedé allí, de pie, viendo como la madre de mis amigos zurcía unos calcetines.
—¿Tú no tienes hermanos, Pedro? —Me preguntó la mujer.
—Dos hermanas más pequeñas, son gemelas y tienen cinco años.
—Entonces todavía no has tenido problemas —dijo críptica —. Cuando sean más mayores lo entenderás.
—¿Entender, qué? —Pregunté sin saber a lo que se refería.
—Estos dos —dijo, señalando a la habitación de mis amigos —, se llevan como el perro y el gato, pero luego no pueden vivir el uno sin el otro. Yo nunca me meto en sus asuntos, porque luego ellos siempre terminan solucionándolos. Christine es muy testaruda y Jean Paul lo es aún más, pero en el fondo son unos cielos de niños.
Sonreí. Empezaba a conocerlos un poco.
Christine volvió al cabo de un rato y venía riéndose, Paul iba detrás de ella y la acosaba tirándola del pelo en broma.
—¡A ver, chicos! —Les reprendió su madre —Habéis dejado a vuestro invitado abandonado junto a una vieja.
Christine se me acercó y con un susurro me dijo.
—Ya está solucionado, le he pedido perdón a mi hermano y se le ha pasado el enfado.
— Este libro es para ti, Pedro —dijo Paul entregándome el libro que momentos antes leía.
Era una edición ilustrada de un clásico de Julio Verne: Viaje al centro de la tierra. Una de mis novelas preferidas. Le di las gracias y coloque el libro junto a los de su hermana.
—¿Qué os parece si salimos a dar un paseo? —Preguntó Paul.
—Eso es una buena idea —contestó su madre —. Aquí estáis demasiado apretujados, vosotros necesitáis más espacio para desfogaros. Salid por ahí, pero con cuidado.
Quién podía decir que estábamos en guerra. Allí en aquel maravilloso lugar junto al mediterráneo, la guerra no existía.