Al salir de la casa de mis amigos, el librero llamó a Christine insistentemente.
Nos acercamos hasta la librería y por fin pude verla con más detalle. Era un lugar angosto o esa era la sensación que daba al tener las paredes y parte del suelo atestado de libros. Johann Kaufman era un anciano de unos setenta años, bajo y vigoroso a pesar de su edad. Llevaba lentes que achicaban sus ojos y una perilla completamente blanca. Al hablar se le notaba el acento alemán.
—Christine, querida. Ya han traído ese libro del que te hablé. ¿Te gustaría leerlo antes de que lo ponga a la venta?
—¡Oh, sí! Muchas gracias, señor Kaufman.
—Creo que te gustará, es muy romántico —cuchicheó el librero.
Ella le sonrió.
—Veo que habéis hecho un nuevo amigo.
—Es un compañero de clase —dijo Paul —se llama...
—Pedro —le interrumpió su hermana —, es español aunque ha vivido en París.
—¡Español! ¿De donde eres?
—Nací en un pueblo de Valencia, se llama Albor.
—Una vez, de joven, estuve en Valencia, en una casita de pescadores en la albufera. Era un sitio precioso.
—¿Es usted alemán?
—Ja, sí soy alemán. Te preguntarás que hago aquí, ¿verdad?
Asentí.
—Pues vendo libros, ¿no lo ves?
Sonreí.
—No todos los alemanes estamos de acuerdo con las ideas de ese grupo de...personas. Me marché de Alemania porque no me gustaba lo que veía. Vine aquí con la esperanza de ser otra vez libre, pero parece que ellos me han seguido. Ahora están por todas partes y tarde o temprano también invadirán esto.
—Puede marcharse otra vez —le sugerí.
—Estoy harto de huir, harto de esconderme. Los tengo enfrente, ¿veis? —señaló al otro extremo de la calle, a la comisaría de policía —. Los vigiló. Algún día se terminará esta maldita guerra.
—Puede que aún falte mucho para que lo haga —dije yo.
Kaufman se volvió hacia los dos hermanos y les dijo:
—Vuestro amigo es muy inteligente —luego me miró a mí y asintió —. Vosotros sois el futuro del mundo, sois vosotros los que debéis tener cuidado. Ellos no respetan nada. Poneos a salvo, cuando lleguen las desgracias deberéis estar prevenidos.
Quise preguntarle a qué desgracias se refería, pero él había dado media vuelta y había entrado en la trastienda.
Me quedé muy extrañado por la conversación pero luego recordé que había algo que quería enseñarles a mis amigos.
—Venid conmigo —les dije —, tengo que enseñaros algo.
Salí corriendo en dirección a mi casa y los dos me siguieron.
No tardamos mucho en llegar, les hice entrar en el patio y luego los llevé hasta el taller donde guardaba mi bicicleta. La tenía casi lista, sólo faltaba darle una capa de pintura.
—Ahí lo tenéis —dije, enseñándosela.
—¿Es tuya, Pedro? — Preguntó Paul.
—La encontré, estaba destrozada, pero yo la he reparado.
Paul la sacó al patio y montó en ella dando unas vueltas. Me alegré al ver que parecía rodar bien. Luego de un salto, desmontó y me la entregó sujetándola por el manillar.
—No sé montar —me excusé.
—Eso tiene fácil solución —dijo Christine —, nosotros te enseñaremos.
—Lo primero y más importante es aprender a coger el equilibrio —me informó Paul —. Monta, yo te sujetaré.
Me quité el pañuelo del cuello para liberar mi brazo y monté en la bicicleta, lo primero que pensé fue que aquello no era lo mío.
—Agárrate al manillar y apoya los pies en los pedales, sí, así. Bien. Ahora yo te empujaré y tu trata de seguir el ritmo pedaleando.
Comencé a rodar alrededor del patio, siempre sujeto por Paul y tratando de mantener el equilibrio, pero la bicicleta se torcía a derecha e izquierda.
—No te preocupes —dijo Christine —, vas bien...
Yo no creía ni por un momento que fuera tan bien. Paul me empujó con mas fuerza y me soltó de golpe.
Avancé unos diez metros, pedaleando como un loco y aullando de alegría al ver que podía hacerlo, cuando la bicicleta decidió que ya estaba bien y salí volando por encima del manillar para caer al suelo con un buen golpe. El brazo volvió a dolerme horrores, porque había caído con todo el peso de mi cuerpo sobre él.
Mis dos amigos corrieron a auxiliarme.
—¿Te encuentras bien, Pedro? — Preguntó Christine.
No estaba bien, pero evite llorar por mi tonto orgullo. Me froté el brazo y volví a colgarme el pañuelo del cuello.
—Estoy...b...bien —dije como pude.
Fue en ese momento cuando escuché un fuerte pitido en mis oídos y todo se volvió oscuro.