Tal vez el último verano.

Un destino incierto

1

Por culpa de una estupidez había echado a perder todo el verano.
Pierre, está vez bastante serio, meneó la cabeza con disgusto.
—Doble fractura en el humero. ¿Qué no entendiste cuando te dije que evitaras hacer el loco? 
Yo mantuve la cabeza gacha. Me merecía aquella reprimenda por idiota.
—Lo siento —dije avergonzado.
La enfermera había terminado de escayolarme el brazo y me ayudaba a vestirme.
—Ahora ya no tiene remedio lamentarse, Pedro. Tienes para dos meses con la escayola. Si ves que se te inflama el brazo o sientes que se te duermen los dedos de la mano, ven enseguida a verme. ¿De acuerdo?
Dije que sí. Quería salir de allí lo más pronto posible.
—Ya puedes marcharte y eso sí, ten mas cuidado la próxima vez.
Salí de la sala de curas donde me habían atendido y bajé las escaleras hasta llegar a la sala de espera. Todos me esperaban allí. Mi madre con mis hermanas pequeñas, Christine, Paul y la madre de ellos e incluso mi padre, que hizo lo posible por salir pronto de una reunión en el colegio para venir a verme.
Mi madre como siempre me abrazó cuidando de no espachurrarme el brazo. Luego dijo en voz bastante alta, para humillación mía:
—¿Ves a que conducen las locuras, Pedro? ¿Cómo se te ocurrió montar en bicicleta, primero sin saber montar y segundo con el brazo lesionado?
—Dale un respiro —dijo mi padre, bastante más comprensivo —,  los niños son así.
—La culpa fue mía —dijo Paul —,  yo le incité a montarse, dije que le enseñaría.
—Y mía también —confesó Christine —,  todos tenemos la culpa en realidad.
—No me importa de quién sea la culpa. Él sabía que no debía montar con el brazo mal, pero nunca hace caso de nada—casi gritó mi madre.
Me encantaba que hablase de mí como si no estuviese delante, cuando si que lo estaba.
Intenté defenderme pero sólo conseguí empeorar las cosas.
—Vas a estar castigado en tu cuarto, señorito —dijo amenazándome con el dedo —. Así aprenderás a tener más cuidado. ¡Siempre he odiado las bicicletas!
—Tranquilízate, mujer —dijo mi padre pidiendo calma —. Gracias a Dios no ha sucedido nada irreparable.
—¡Se podía haber roto la crisma, Alejandro!
Jeannette, la madre de mis amigos se unió a la mía en su causa contra mí y mis amigos.
—Estos dos son iguales. Siempre dándome dolores de cabeza. Lo que les hace falta es una buena zurra con el cinturón.
Tragué saliva, mi madre ya era bastante peligrosa, pero si encima le daban ideas.
—Pues sí, lleva usted razón. Se merecen unos buenos azotes.
Miré a Christine y a Paul y ellos como yo, agacharon la cabeza tratando de capear el temporal.
—Vámonos a casa —dijo mi padre —. Allí decidiremos su castigo.
—Despídete de tus amigos por un tiempo —me amenazó mi madre —, porque vas a estar castigado hasta que terminen las clases del colegio por lo pronto.
Me acerqué hasta donde se encontraba Christine y vi que tenía lagrimas en los ojos. Yo también estaba a punto de llorar, pero no era debido al dolor de mi brazo, ni a la humillación recibida, si no por la amenaza de no poder verla en mucho tiempo.
—Adios —le dije. Ella ya no pudo remediarlo y se arrojó en mis brazos llorando.
También me despedí de Paul dándole la mano. Luego también nos abrazamos.
—¡Vamos, dejaros de sentimentalismos! —Gruñó mi madre.
Fue Jeannette la que se dio cuenta de lo que sucedía en realidad. Se acercó a hablar con mi madre y la susurro algo en el oído.
Mi madre puso los ojos como platos y vi que su ceño se fruncía.
—Así que nos ha salido un Don Juan —escuché que decía.
—Eso mismo —dijo Jeannette. Luego se volvió hacia su hija y la agarró del brazo —. ¡Andando, señorita! Tu y yo vamos a hablar muy seriamente en casa.
Vi como se marchaban en dirección contraria a la nuestra y pensé que el cielo se caía sobre mi cabeza. No iba a ser capaz de no poder verla.
Me volví varias veces para mirar hacia atrás, esperando que Christine hiciera lo mismo, pero ella no se volvió. A la tercera vez mi madre me dio un pescozón en la cabeza.
—Deja de mirar hacia atrás, vas a tropezar de nuevo —gritó.
Llegamos a casa y me mandaron inmediatamente a mi habitación.
Yo me arrojé sobre la cama y esta vez si me eché a llorar. Al cabo de un rato me quedé dormido.
No sabía cuantas horas habían pasado, pero ya había oscurecido cuando escuché pasos en la puerta de mi cuarto. La puerta se abrió y mi padre entró en la habitación. Yo hice como que estaba dormido y no abrí los ojos, pero él no era tan fácil de engañar.
—Sé que me estas escuchando, Pedro. Solo quiero decirte que en el mundo en que vivimos, hay responsabilidades que no podemos eludir, queramos o no. Tú, a pesar de que aún eres un niño, tienes que empezar a comprenderlo. Vivimos en una época muy peligrosa, donde nuestro deber es cuidar los unos de los otros y no hacer locuras que puedan ponernos en peligro. Sé que lo que ha sucedido no ha sido nada grave, pero tu madre se ha asustado mucho y eso si es culpa tuya. Mañana por la mañana quiero que le pidas perdón a tu madre...He hablado con ella y ya no estás castigado.
Me volví al escuchar estas últimas palabras y miré a mi padre. El se inclinó sobre mí y me besó en la frente.
—Gracias, papá  —le dije.
—Sonrió y se levantó. Luego desde el umbral de la puerta me dijo:
—Hasta mañana, Don Juan.




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