Tal vez el último verano.

2

Todo había vuelto a la normalidad en mi casa o eso parecía. Cuando bajé por la mañana a desayunar y le di los buenos días a mi madre, ella me trató con bastante frialdad. Recordé lo que me había dicho mi padre y la pedí perdón por haberla asustado.
—¡Un día vas a acabar conmigo! —murmuró. Pero en ese momento supe que el enfado ya se le había pasado. Esa era una de sus cualidades, no podía estar enfadada por mucho tiempo. Aunque también sabía que se lo debía todo a mi padre, bastante más comprensivo que ella. Él era el verdadero artífice de mi libertad.
Fui al colegio, bastante nervioso. No sabía si mis dos amigos habrían sido castigados por sus padres como cómplices en mi lamentable accidente. Lo averiguaría enseguida.
Cuando llegué a la puerta del colegio ellos aún no habían llegado, pero el que sí estaba allí era Antoine, mi enemigo número uno.
—¡Pobrecito! ¿Te has vuelto ha hacer pupita? —Preguntó con evidente sarcasmo.
Yo le ignoré y eso pareció enfurecerle mucho más.
—¿Te crees superior para hablar conmigo? Eres basura y hueles como ella...
En estos momentos estaba en inferioridad de condiciones porque apenas podía mover mi brazo. De no haber sido así le hubiera hecho tragarse sus opiniones junto con sus dientes.
Sus dos amigotes llegaron en ese momento y el trío de mierdecitas siguió metiéndose conmigo.
—A lo mejor es un asqueroso judío —dijo uno de ellos , quizás deberíamos avisar a la policía.
Miré con odio al que había hablado y por un momento vi como retrocedía. Eran un par de gallinas y el más cobarde de todos era Antoine, por eso también era el más peligroso.
—¡Un judío y un traidor! Sería mejor si lo lincháramos nosotros —continuó Antoine.
—¡Apesta! Luego tendríamos que darnos un baño.
Aparte de cobardes, también eran unos guarros.
Me di la vuelta y fingí ignorarlos, entonces noté como alguien me cogía del brazo roto y sentí una punzada de dolor que me recorrió toda la espalda. Di un grito y ellos retrocedieron asustados. La gente que esperaba a la puerta del colegio se había vuelto a observarnos y comenzó a acercarse. Para muchos de ellos yo todavía seguía siendo el héroe de Saint Rémy.
—¿Te han hecho daño estos chicos? —Me preguntó una señora —¡Dejadle en paz, abusones!
La mujer se encaró con ellos y no tuvieron más opción que salir corriendo.
Al alejarse Antoine me gritó:
—Ya nos veremos por ahí, niño rico y nadie podrá defenderte.
Sabía que no iba a ser la última vez que tuviera que enfrentarme con ellos. 
Las puertas del colegio se abrieron y yo entré. De mis amigos no había ni rastro y empecé a preocuparme.
Llegué hasta mi aula y me senté en mi pupitre. Los demás alumnos fueron llegando y los dos únicos pupitres que quedaban vacíos eran los que estaban a mi alrededor.
¿Qué podía haberles sucedido?
Estaba preocupado porque no quería que por mi culpa tuvieran problemas.
Al final, cuando la clase ya había comenzado, mis amigos llegaron. Pidieron disculpas por llegar tarde y se sentaron en sus pupitres. No me habían dirigido ni una sola mirada y el temor me atenazó.
Me volví hacía Christine y vi como ella dirigía la vista hacia otro lado. Lo mismo hizo Paul cuando le miré.
—¿Os ocurre algo? —Les pregunté.
Fue Paul el que me habló, pero vi como Christine escuchaba sin volverse a mirar.
—Mis padres no quieren que seamos amigos tuyos. Dicen que eres una mala influencia para nosotros.
Tuve un sobresalto y las lágrimas afloraron a mis ojos sin poderlo remediar. Era increíble lo pronto que la gente se olvidaba de sus propias palabras: Siempre serás bien recibido en esta casa. Esas habían sido las palabras de su madre. Tan livianas y fútiles como el aire.
Noté que Christine tragaba saliva con un nudo en su garganta.
—Mis padres te están muy agradecidos por haber salvado a mi hermana —continuó Paul —,  pero no nos dejan hablar contigo.
—¿Por qué? 
—Nos castigaron, Pedro. Mi padre nos dio con el cinturón a los dos. Aún me duele al sentarme.
—No lo entiendo, vosotros no tuvisteis culpa de nada. Yo fui el único culpable.
—Con mi padre no se puede razonar...y ahora no puedo seguir hablando contigo.
Miré de nuevo a Christine y vi como las lágrimas rodaban por sus mejillas. Hice un gesto de atrapar sus lágrimas y llevarme el dedo a mi boca.
—Juntos para siempre, nada podrá separarnos —murmuré muy bajito.
Ella me miró y entonces no pudo continuar en silencio.
—No me importa lo que digan, ni me importa que me castiguen o que me peguen. Te quiero, Pedro y no voy a dejar de hablar contigo...¡Juntos para siempre!
Respiré hondo y entonces me eché a llorar como nunca había llorado en mi vida.
El profesor, intrigado, me preguntó si me encontraba bien. 
—Es su brazo —intervino, Christine muy rápida —.  Le está doliendo mucho. Si quiere podemos acercarlo a la enfermería.
El profesor les miró y estuvo unos segundos sopesando la idea.
—Está bien, pero en cuanto le dejéis allí, volved inmediatamente.
—Sí, profesor —se apresuró a decir la chica mientras se levantaba y me ayudaba a ponerme en pie. Yo siguiendo su estrategia, fingí que el brazo me dolía horrores.
Paul también se levantó y me agarró de la cintura. Entre los dos hermanos me sacaron de clase.
—Es el brazo lo que me he roto, no las piernas —les dije —,  puedo andar perfectamente.
—¿Qué estás haciendo, Christine? —Le preguntó su hermano.
—Me estoy escapando —dijo —. Tu haz lo que quieras.
—¿Pero qué dices, te has vuelto loca?
—Le quiero, Paul. Es imposible para mí no hablarle, ni estar sin él. No podría...
—¡Padre te matará! ¡Ya sabes como se pone cuando le desobedecemos...
Me sentía otra vez como si no existiera. Hablaban de mí como si no estuviera delante. 
—¿Crees que me importa? ¡Sin él sí que estoy muerta...!
Hablaba con una madurez que nos dejó asombrados a los dos. Miles de generaciones de mujeres hablaban a través de su boca. Mujeres maltratadas, humilladas, heridas en su cuerpo y en su alma. Ninguna niña podría haber hablado como ella lo hizo sin haber conocido el desengaño y la ofensa causada por los hombres y allí estaba, erguida y luchando por lo que más quería.
En ese momento estuve muy orgulloso de ella y me odié por ser hombre.




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