Tal vez el último verano.

4

Cuando llegué al campo de patatas donde teníamos nuestro escondite, vi que mis amigos me esperaban allí. Habían llegado antes que yo.
Los dos tenían unas expresiones muy serias.
Christine se aproximó hacía a mí y se quedó plantada delante. Estaba muy enfadada.
—¡Nunca más vuelvas a decir lo que dijiste en el colegio, Pedro Aranda! —Me gritó.
—No lo dije en serio —me defendí —. Tu lo sabes.
—¡Ni en serio, ni en broma!
Me acerqué un paso hacia ella, pero no me dejó acercarme más.
—Perdóname —le dije —. Sólo trataba de que los demás supiesen...
—Sé perfectamente lo que estabas haciendo, pero no quiero...oírlo...
Se echó a llorar y no pudo continuar. Yo aproveché para acércame hasta ella y la abracé. 
—Lo siento, Christine. Nunca hablaría así de vosotros en serio.
—¡Que escena más tierna! —Oí que decían a mis espaldas. Me volví y pude ver que eran Antoine y sus dos amigos que cruzaban el campo de patatas en nuestra dirección.
Paul se aproximó a nosotros.
—¿Qué quieren estos? —Me preguntó.
—Me la tienen jurada desde el primer día —le contesté.
Christine también se había vuelto a mirarlos, aun tenía los ojos enrojecidos de llorar.
—Esta vez no te va librar nadie, niño rico —me amenazó, Antoine.
Vi que este llevaba algo en su mano. Al principio no supe lo que era, luego un escalofrío recorrió mi espalda, era una navaja.
Sus dos amigos: Oscar y Claude, también iban armados. El primero llevaba un trozo de tubería de plomo y el segundo un palo de madera.
—Podemos escondernos en el búnker —dijo Paul.
—No —contesté —, es mejor que no sepan que existe.
—Tienes razón, entonces...¿qué hacemos?
—No lo sé... —me coloque delante de mis dos amigos. Antoine no tenía nada contra ellos, pero no podía estar seguro.
Antoine, que ya estaba muy cerca de nosotros, abrió la navaja y nos apuntó con ella.
—Ya no eres tan chulito ¿verdad, saco de mierda?
Vi por el rabillo del ojo que mientras los tres chicos estaban pendientes de mí, Christine se había agachado a recoger algo del suelo. Ninguno la vio hacerlo.
—¿Qué quieres de mí? —Le pregunté.
—¿Qué que quiero...? ¡Quiero verte sangrar!
Aquel tío estaba loco. Yo nunca le había dado motivos para odiarme así, pero me di cuenta de que había gente que no necesita de ningún motivo para odiar a los demás. La guerra estaba llena de ese tipo de personas.
—¿Sabes lo que voy a hacer, cerdo judío? Voy a grabar en tu frente esa estrella que adoráis.
Antoine estaba envalentonado. Sabía que no podría defenderme con un solo brazo y el otro escayolado y a mis amigos les ignoraba del todo.
—¡Yo no soy judío! —Le grité. En ese momento sentí que Christine me agarraba por el brazo sano y me entregaba algo. Era una piedra enorme. Eso era lo que había recogido del suelo hacía un instante.
Antoine avanzó hacía mí, decidido, sin esperar que pudiera hacer algo. La mano izquierda, la que sujetaba la pesada piedra la tenía escondida a mi espalda para que él no se diera cuenta de ello.
—¡Chicos! —Gritó ha sus dos amigos —. ¡Sujetadlo!
Oscar y Claude también avanzaron hacía mí. En ese momento Christine lanzó otra de las piedras que había recogido. La piedra golpeó en la cabeza de Claude y este cayó al suelo como un plomo. Había sido un disparo estupendo.
Vi como Paul también se agachaba para coger piedras y lanzaba varias más pequeñas contra Oscar. Dos de ellas le acertaron en el pecho y una tercera le hizo un corte en la mejilla.
Antoine que ya había llegado hasta donde yo estaba, furioso como nunca le había visto, me lanzó un tajo con su navaja. Noté un pinchado en el brazo derecho. La navaja había atravesado la escayola y se había clavado en mi carne. Sin pensármelo levanté mi brazo izquierdo y le golpee en la cabeza con la piedra. Conseguí darle dos golpes seguidos antes de que el chico retrocediera con el rostro lleno de sangre y una expresión de dolor y sorpresa.
Hice intención de golpearle otra vez pero Antoine ya había echado a correr, cojeando, en pos de sus dos amigos que también huían de las piedras que seguían lloviendo.
—¡Hemos podido con ellos! —Gritó Paul dando saltos de alegría.
Christine se acercó hasta mí y de pronto vi como su rostro se demudaba y me señalaba con el dedo.
—¿Qué te ocurre? —Le pregunté.
—¡La...la navaja! —Exclamó.
La navaja aún seguía clavada en la escayola y también en mi brazo.
—No es nada —dije arrancándola de un tirón.
Christine y Paul seguían con la boca abierta.
Miré mi brazo y vi como la sangre chorreaba por mis dedos y salpicaba el suelo.
Todo se volvió borroso y sentí que me mareaba.
—¡Oh, no...otra vez no!




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.