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Me desperté en mi cama o por lo menos parecía mi cama y no en la dura camilla de un hospital como la vez anterior. Había anochecido y no sabía cuantas horas había pasado desmayado. Miré a mi alrededor y pensé que todos debían de dormir, porque no veía a nadie y tampoco se escuchaba ningún ruido.
Sí, definitivamente estaba en mi habitación en la maison des fleurs, como Christine la había llamado el primer día que vino a casa.
¿Dónde estaban mis amigos? El último recuerdo que tenía era la expresión de horror en el rostro de mi amiga y luego ver mi brazo manchado de sangre. Y eso fue antes de desmayarme.
¿Cómo se las habían arreglado para traerme hasta mi casa?
Intenté levantarme y al apoyarme en el brazo roto lancé un gemido de dolor. El brazo seguía roto, pero alguien debía de haberme curado el corte, comprendí, al notar que la escayola era nueva. Debían de haberme quitado la vieja para curarme.
Me levanté por fin y sentí el frío del suelo en mis pies, estaba descalzo y llevaba puesto uno de esos ridículos camisones de dormir que nunca me ponía. Busqué las alpargatas que siempre dejaba a los pies de mi cama, pero no las encontré.
Caminé hasta la puerta de mi habitación y abrí la puerta, todo estaba tranquilo.
Menos mal que la noche es suave y no hace frió, pensé. Si hubiera sido en pleno invierno me habría congelado al andar descalzo.
Bajé a la planta baja y fui hasta la cocina. Tenía la boca seca y me apetecía beber un poco de agua. Mi madre siempre tenía un botijo lleno. Recordé que aquel botijo era una de las pocas cosas que habíamos podido traer de España y mi padre le tenía mucho cariño.
El agua fresca sació mi sed. Dejé el botijo en su sitio y pensé en acudir a la habitación de mis padres. No quería molestarles, sólo cerciorarme de que quedaba alguien más en el mundo aparte de mí.
Mis padres dormían en su cuarto.
Dormían simplemente, por lo tanto nada extraño había ocurrido.
Fue al cerrar la puerta, cuando esta chirrió levemente, despertando a mi madre. Ella, desde siempre había tenido el sueño muy ligero.
—¿Pedro? — dijo con un susurro.
Escuché como se levantaba y acudía a donde yo estaba.
—¿Estás bien, cariño?
Le dije que sí y le pregunté que había sucedido.
Ella me lo contó todo pero antes de empezar a narrar los hechos me advirtió.
—Han sucedido cosas muy graves, Pedro. No debería contárlelas hasta que estés recuperado del todo.
—¿Qué es lo que ha pasado, mamá?
—No sé ni por donde empezar. Solo te diré que a partir de ahora debemos tener mucho cuidado.
Estaba impaciente por saber que había ocurrido y le metí prisa para que me lo contara.
—Después de que te desmayaras, Paul corrió a buscarnos para pedir nuestra ayuda. Christine se quedó contigo cuidándote...
Mi madre volvió a callarse.
—¿Qué ocurrió, mamá? —Me empezaban a temblar las manos porque tenía la certeza de que algo muy malo había sucedido.
—¡Oh, cariño! No sé cómo decírtelo...
—¡Christine! ¿Qué le ha pasado a Christine?
—Nada, Christine está bien...bueno...
Suspiré de alivio.
—Pero, Paul...
—¿Paul?
—Cariño, Paul...¡Paul ha muerto!
—¡Muerto! ¿Cómo...? ¡No puede ser! —Las lágrimas me cegaron y restregué mis ojos con la manga del camisón.
—Después de avisarnos a nosotros, volvió corriendo al lugar donde su hermana y tú estabais. Le dijimos que se esperara, que nosotros cogeríamos el automóvil y le acercaríamos, pero no quiso esperar. Por el camino debió encontrarse con alguien. No sabemos con certeza lo que ocurrió. Sólo que alguien le disparó...
—¡Le dispararon! —Eso era lo último que me esperaba.
—Sí, un disparo en la cabeza... También dejaron algo sobre su cadáver...
Ya no quería seguir oyendo nada más. Paul, mi amigo, había muerto y ya nada podía devolvérmelo.
—Pedro, alguien dejó una de esas estrellas que los judíos tienen que llevar bordadas en su ropa obligatoriamente. Alguien le confundió con un judío, eso es lo que creemos.
—¿Y Christine? ¿Dónde está? ¿Volvió a su casa?
—No, Pedro. Ella nos acompañó en el automóvil. No quería separarse de ti. Nos extrañamos de no encontrar a Paul junto con vosotros, pero supusimos que al venir andando, le habríamos adelantado por el camino. Cuando regresábamos, vimos un bulto en la carretera, al bajarnos del coche, nos dimos cuenta de que era Paul. Christine se puso histérica y se arrojó al suelo abrazando a su hermano muerto. Cuando quisimos separarla de él, ella salió corriendo. La estuvieron buscando hasta el anochecer. Tu padre, la policía y mucha gente del pueblo que se unió a la búsqueda, no la encontraron. Tu padre llegó hace tan sólo un rato. Nadie sabe dónde puede haberse escondido.
—Yo si lo sé, mamá.
—¿Lo sabes?
—Sí, pero no puedo decíroslo, he de ir yo solo.
—¿Tú solo? De eso nada. Se lo dirás a tu padre y él ira a buscarla.
—No puedo hacer eso. Ese lugar es un secreto. Yo prometí no contárselo a nadie y no puedo romper mi promesa —Se lo expliqué tratando de que comprendiera, pero mi madre no era de las que escuchaban.
—¡No vas a ir tú sólo! ¡Hay un asesino suelto por ahí!
—Mama, la promesa se la hice a Paul —le dije con mi voz más calmada.
Ella pareció comprender de repente. Agachó la cabeza y asintió.
—Si sabes dónde se encuentra, Christine, ve a buscarla...¿De verdad estás bien?
—Estoy perfectamente y sí, estoy seguro, sé donde está.