Sabía perfectamente dónde se encontraba Christine.
¡En el búnker!
Salí de casa después de haberme vestido y de haber cogido la navaja que Antoine había dejado olvidada clavada en mi brazo y que encontré en la basura, junto a los restos de mi vieja escayola.
Guardé la navaja en el bolsillo de mis pantalones, junto con una caja de cerillas.
Había estado buscando la linterna de mi padre, pero no llegue a encontrarla. Seguramente la habría usado él esa misma noche cuando estuvieron buscando a mi amiga. Por lo tanto tuve que llevarme un viejo y oxidado candil.
Recorrí a oscuras buena parte del camino. La luna en cuarto creciente no daba mucha luz pero era suficiente para poder ver el camino. Al llegar al campo de patatas, encendí el candil. Me iba a ser imposible bajar los quince peldaños a oscuras y con el brazo enyesado. Levanté la trampilla en la vieja caseta y colgué el candil del brazo escayolado. Necesitaba el otro brazo para agarrarme a los peldaños. Una vez abajo, dejé el candil en el suelo y casi con un susurro llamé a Christine por su nombre.
Nadie respondió.
Sabía que aquel lugar era bastante grande. Ocupaba a lo sumo casi quinientos metros de oscuros y laberínticos pasillos y de estancias vacías. Encontrarla a oscuras si ella no deseaba ser encontrada, iba a ser muy difícil.
— ¡Christine! —Grité está vez un poco más alto.
Escuché un ruido y vi como una sombra se arrastraba en la penumbra acercándose hasta mí.
—¡Pedro!
Christine me abrazó con fuerza, mientras lloraba. No tenía fuerzas ni para hablar.
—Lo siento... —dije sin saber qué más decir.
—¡Paul!...¡Mi hermano...! ¡Lo han matado!
—Lo sé... Christine, tienes que venir conmigo a mi casa.
Ella negó con la cabeza.
—Tienes que hacerlo —le dije —. Allí estarás a salvo.
Imaginé que la policía ya habría avisado a los padres de Christine. No podía quitarme de la cabeza que aquello era culpa mía. Si hubieran hecho caso a sus padres y se hubieran apartado de mí, Paul aún viviría.
Christine me miró fijamente y como si hubiera podido leer mis pensamientos, me dijo:
—No ha sido culpa tuya, Pedro. Hay muchas cosas que no sabes...
Ella se calló, parecía costarle mucho decirme lo que sucedía.
—Nadie lo sabía, Pedro, y nadie debe de saberlo. Tienes que prometérmelo.
Le dije que sí.
—Te prometo que no se lo diré a nadie...¿Qué ocurre, Christine?
—Mis padres nos obligaron a no decírselo a nadie, ni siquiera a ti y eso que estuve a punto de hacerlo en varias ocasiones. Debíamos mantenerlo en secreto por nuestra propia seguridad. Sí alguien se enteraba...Pedro, nosotros somos...somos judíos...
—Creo que alguien se enteró —le dije —. Alguien lo supo y mató a Paul.
—¡Nunca se lo dijimos a nadie! Por eso mis padres no querían que fuésemos amigos tuyos. No fue por lo de tu caída. Era muy peligroso. Cuando supieron que tú me gustabas, pensaron que te lo contaría y nuestro secreto podía haberse descubierto. Nunca hemos tenido amigos. Tú has sido el primero desde que comenzó la guerra.
—Yo nunca os hubiera delatado —protesté —. Paul era mi amigo y tú...yo te quiero, Christine. ¿Crees que podría traicionaros?
—Sé que no y así se lo dije a mis padres, les grité que tú no eras así y que pensaba seguir viéndote. Mi padre solamente se quitó el cinturón y nos pegó con él. Decía que los habíamos puesto en peligro, que eramos dos irresponsables y que nos arrancaría la piel si volvía a vernos contigo, Pedro.
—¿Y ahora? ¿Qué vas a hacer ahora?
—No lo sé —dijo la chica —. Sí alguien conoce nuestro secreto, todos estaremos en peligro.
—Lo que no entiendo es por qué os intentan matar. La gestapo cuando encuentra algún judío, lo manda a Alemania, eso es lo que me explicó mi padre. Mandan a todos a campos de trabajo.
—No son campos de trabajo, Pedro. Son campos de exterminio. Miles de judíos han muerto ya. Mi padre lo sabía.
¿Los alemanes estaban exterminando a todos los judíos? Parecía ilógico. Mi padre me había contado que los utilizaban en trabajos forzados, fabricando armamento y otras cosas para los nazis. ¿Que beneficio sacaban asesinándolos?
Se lo comenté a Christine y ella me dijo que costaba mucho dinero y esfuerzo alimentar y vestir a tantos millones de judíos, por eso habían optado por crear una solución final.
El mundo está loco, pensé. Millones de muertos sin sentido. Familias enteras asesinadas. Hombres, mujeres y niños masacrados. Si ese era el mundo que me tocaba vivir, prefería no seguir viviendo.
—En mi casa estarás a salvo —le dije —. Si vuelves a la tuya te matarán.
—Me quedaré aquí. Nadie sabe de este lugar —dijo ella.
—Eso no lo sabes con seguridad. Puede que todavía quede alguien que se acuerde de este búnker. Aquí también estás en peligro. En casa podrás esconderte, nadie sospechará que estas allí. Mis padres te ayudaran, estoy convencido de ello.
—Pero os pondré en peligro. A todo aquel que cogen ocultando a un judío, corre su misma suerte. No puedo hacerlo.
—Mi padre estuvo en la guerra de España. El luchó contra las tropas nacionales en el bando republicano. Nunca le han gustado los nazis ni los fascistas. Cuando comprendió que perderían la guerra huimos de España. Vinimos a Francia pensando que aquí estaríamos a salvo. Como puedes ver, nadie está a salvo. Te ayudaremos, Christine. La guerra terminará algún día.
—Tu mismo lo dijiste, Pedro, el otro día: Aún puede faltar mucho para que termine.