Tal vez el último verano.

Tardes de biblioteca

Durante los días siguientes, ninguno de nosotros salió de casa, tan solo mi padre iba todas las mañanas al colegio, aunque este estuviera cerrado y donde trataba de informarse, sin levantar sospechas, sobre las últimas noticias referentes a la muerte de Paul y de los padres de Christine.
Los rumores corrían como la pólvora. Algunos decían que el asesino había sido un cazador de judíos venido directamente desde Alemania, otros que podía ser alguien de esta misma ciudad, un colaborador de los nazis que había cobrado una buena recompensa por delatarles.
Por lo que parecía, nadie sabía nada sobre el paradero de la hija menor de la familia asesinada. Había gente que pensaba que estaría muerta y que su cuerpo aparecería en cualquier momento. Otros especulaban sobre su presunta huida a Marsella o algún otro sitio donde podría haber tomado un barco para escapar de Francia y que a esas alturas ya estaría muy lejos y unos pocos opinaban que aún seguía en la ciudad, escondida por alguna familia y que terminarían atrapándola tarde o temprano.
Alejandro Aranda lo escuchaba todo, sin decir media palabra. En un ocasión la policía se presentó en el colegio para hablar con él. Habían oído hablar de mi relación de amistad con la niña desaparecida y el chico asesinado y le preguntaron si por un casual sabía lo que había podido ocurrir o si su hijo, o sea yo, podría conocer algo que les ayudara en sus pesquisas.
Mi padre les explicó todo lo que sabía sin faltar a la verdad, omitiendo, eso sí, que sabía perfectamente dónde se encontraba la niña.
La policía quedó en visitar nuestra casa para hablar conmigo a lo que él no pudo negarse.
Christine y yo, pasábamos las tardes en la biblioteca, disfrutando de la lectura de los miles de libros que teníamos a nuestra disposición.
Fueron unos momentos felices. A veces cada uno de nosotros leía un libro diferente, otras compartíamos la misma lectura leyendo a ratos en voz alta. Siempre terminábamos debatiendo sobre el libro que acabábamos de leer, explicando lo que nos había gustado y lo que no.
Cuando me tocó a mí elegir uno de los libros, escogí el preferido de mi padre: Las aventuras del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de un compatriota nuestro llamado Miguel de Cervantes Saavedra. Lo leímos con avidez, disfrutando de las peligrosas locuras de aquel caballero andante, cuyo amor por la idealizada Dulcinea y la lectura de miles de libros de caballería habían aflojado un poco sus tornillos.
A partir de ese día, yo me convertí en el andante caballero de mi dulce amada: Christine Valois y lucharía contra todos los gigantes, disfrazados de molinos y de sus malditas banderas cruciformes que habían traído la guerra a nuestras vidas.
Christine en esos días volvió a escribir. Aparte de varios cuentos cortos que disfrute con verdadera pasión, también comenzó a escribir un diario, el cual no me dejó leer, por mucho que le supliqué.
—Algún día —me dijo —, cuando seamos mayores y toda esta locura haya terminado, quizás te lo deje leer.
La guerra se recrudecía en la zona ocupada de nuestro país y en toda Europa y el norte de África. Hitler había desafiado al gigante del norte, la gran Rusia y todo el mundo pensaba que ese había sido su mayor error.
Mientras tanto, en la zona libre de Francia, las cosas seguían igual que siempre. La policía francesa hacía el trabajo sucio de los nazis y la resistencia luchaba, siempre a escondidas, contra el invasor alemán. Todo el mundo trababa de seguir con sus vidas esperando que la guerra acabase y la gente que desaparecía de la noche a la mañana, nunca volvía a ser vista.
Había unos misteriosos trenes que partían hacía el norte, a Burdeos o incluso a París y que iban cargados de personas, la mayoría de ellos judíos. Todos sabían cual era su destino: Los campos de concentración alemanes, aunque algunas voces dejaban oír la terrorífica calificación de campos de exterminio.
Se decía que los judíos allí enviados eran asesinados nada más bajar de los trenes. Auschwitz y Dachau eran dos palabras nuevas que aprendí por aquel entonces.
Un miedo terrible me atenazaba el alma cuando escuchaba estas noticias. Miedo a que encontraran a Christine y la enviaran a uno de aquellos lugares y miedo a que la arrebataran de mi vida y perderla para siempre.
En esos momentos yo me decía a mi mismo que eso nunca sucedería. Haría cualquier cosa por evitarlo y por las noches, rezaba a Dios, suplicándole que la guerra acabase pronto y pudiéramos vivir juntos y felices por el resto de nuestras vidas.
Si Dios me escuchó, eso nunca lo supe.
Una de esas tardes la policía llamó a nuestra puerta. Fue mi madre la que abrió la puerta y escuché que preguntaban por mí.
El miedo aceleró mi corazón y por un momento pensé en esconderme, pero luego recapacité, si no hacía acto de presencia, podrían registrar la casa y quizás sospecharían de nosotros y al final acabarían por descubrir nuestro secreto.
—Tú quédate aquí —le dije a Christine, que estaba visiblemente nerviosa —. No ocurrirá nada.
Respirando hondo, bajé a la planta baja y les vi. Eran dos policías uniformados, ambos muy jóvenes y la verdad es que me parecieron bastante agradables y muy simpáticos.
—No te preocupes, chico —me dijo uno de ellos, dándose cuenta de mi nerviosismo —, solo queremos hacerte unas preguntas.
Vi que el otro policía, que aún no había dicho nada, sacaba de uno de sus bolsillos una libreta y un lápiz, dispuesto a transcribir todo lo que les dijera.
—Tu nombre es Pedro Aranda y vas al colegio Saint Remy, ¿verdad?
Les dije que sí.
Me preguntaron después por mi amistad con Paul y Christine Valois.
—¿Erais buenos amigos?
—Al principio, sí. Después dejé de serlo.
Les conté lo ocurrido, mi accidente y el castigo de nuestros padres.
—¿Sabrías decirnos si ellos tenían algún familiar en la ciudad o cerca de aquí, quizás en Marsella?
Sabía lo que pretendían con esa pregunta. Trababan de encontrar alguna pista sobre el paradero de mi amiga.
—No, que yo sepa —les dije —, sé que hace muchos años vivían en Burdeos, pero no sé de nadie más por aquí.
—¿Te comentaron alguna vez algo de su tío Jerome? ¿Sabes dónde puede encontrarse?
—Su tío Jerome, murió hace dos años...
—Según nuestra información no ha muerto. ¿Te dijeron eso tus amigos?
Asentí. Había sido Christine la que me habló de él y de su muerte. ¿Cómo era posible que la policía le estuviera buscando?
—Mira, Pedro. Creemos que su tío podría ser el presunto asesino. ¿Te enseñaron alguna fotografía de él?
—No —negué —, tan solo me dijeron que había muerto, apenas hablamos sobre él.
—Una última pregunta, Pedro. ¿Tú sabes dónde podría haberse ocultado tu amiga, quizás en algún escondite, alguna casa abandonada, en casa de algunos amigos?
—No. No se nada. No les conocía lo suficiente...lo siento —no pensaba revelarles el paradero de nuestro escondite en el campo de patatas de monsieur Belmont. Ese era un secreto solo nuestro.
—No te preocupes, y gracias por tus aclaraciones. Ya puedes marcharte si quieres. Ahora tengo que hablar un momento con tu madre.
Me volví, después de despedirme e hice como que volvía a mi cuarto, pero me quede escondido junto a la escalera para tratar de seguir escuchando.
El joven policía estaba hablando en ese momento con mi madre.
—Creo que esta última semana ha venido un miembro de su familia a pasar con ustedes el verano, ¿es verdad?
—Sí —dijo mi madre con total naturalidad, no se la veía nada nerviosa —, mi sobrino André, ha venido de Aix en Provence, donde vive mi hermana.
—¿Tiene más o menos la edad de su hijo? —El policía no le quitaba el ojo de encima, escuchando crítico sus declaraciones.
—Tiene once años, aún no ha cumplido los doce. Los hace en septiembre.
—¿Está aquí ahora? ¿Podría decirle que baje un momento? Es solo rutina, señora, no tiene de que preocuparse.
—No pasa nada, iré a avisarle —contestó mi madre.
Como si tuviera un resorte en el culo, en ese momento corrí escaleras arriba y entré en el cuarto donde había dejado a Christine.
—La policía quiere verte —le dije —. Tienes que actuar como te dije. No se darán cuenta de nada.
Ella me miró con un susto de muerte.
—No sé si podré, Pedro. Se darán cuenta.
—No, no sospecharan nada.
En ese momento llegó mi madre y nos explicó que la policía quería ver a André.
Christine me miró una última vez y luego acompañó a mi madre.




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