Tal vez el último verano.

Jerome, el hombre del sombrero de fieltro

1

Volvimos a mi casa siguiendo las instrucciones de Kaufman, bastante aturdidos por lo que averiguamos en estas últimas horas: Primero, descubrimos unos documentos donde el nombre de Jerome Valois aparecía junto a ciertas personas muy importantes, todas ellas nazis como él.
Segundo, Johann Kaufman trabajaba para la resistencia francesa. Él nos había explicado muchas cosas que desconocíamos, pero la más perturbadora era que el tío de Chris no pudo ser el asesino de su familia. Alguien más, acechando desde las sombras tuvo que ser el artífice, alguien que conocía a Christine y que no dudaría en matarla a la menor ocasión, pero ¿de quién podía tratarse?
¿Algún amigo de sus padres? ¿algún conocido? ¿un vecino? Christine lo ignoraba y no imaginaba quién pudo ser.
Yo tenía la certeza de saberlo. Es alguien que conozco, me decía. Alguien a quien ya he visto. ¡Recuerda, Pedro!
Tarde o temprano lo recordaría, pero esperaba que fuera antes de que él o ella nos encontrara a nosotros.
Mi casa estaba vacía, mis padres y mis hermanas no estaban y lo agradecí. Luego recordé que me habían dicho que pensaban llevar a mis hermanitas al médico, ya que no mejoraban del catarro estival.
Eran cerca de las doce y Jerome, el hombre del sombrero de fieltro, como yo le llamaba, estaba a punto de llegar a nuestra casa para llevarse a su sobrina.
Le esperaba una desagradable sorpresa si todo salía tal y como el señor Kaufman nos predijo.
La trampa estaba tendida, ahora solo faltaba que la presa cayera en ella.
—Ya casi es la hora —dijo Chris, bastante nerviosa.
—No tienes de que preocuparte —le dije. Yo por si acaso, me guardé la navaja con la que Antoine me hirió, en uno de mis bolsillos. Sabía que ni debía ni podría enfrentarme a una persona como el tal Jerome. Siempre llevaría las de perder, pero también recordé que David venció a Goliat y el factor sorpresa estaba de nuestra parte.
El reloj del cuarto de estar dio las doce campanadas. Era la hora. No creía que Jerome Valois se retrasara mucho. Era consciente que en aquella ciudad corría cierto riesgo. Un colaborador de los nazis, en la zona libre de Francia. Ese era un asunto muy peligroso. Por eso también sospechaba que el tío de Chris, desearía marcharse cuanto antes de allí.
No tardó mucho en sonar el timbre de la puerta.
Fui a abrir y al verle allí, tan bien vestido y tan elegante, no pude menos que tragar saliva.
—Tú debes de ser, Pedro —me dijo —, el amigo de mi sobrina.
Le dije que sí y le invité a entrar.
—¿Sabes si mi sobrina está lista? —Me preguntó —Hemos de darnos prisa, el barco zarpa esta tarde.
—Está en su cuarto, subiré a ver.
—No te molestes, ya subo yo. Así además podré admirar tu estupenda casa. ¿Sabes? Yo ya estuve una vez aquí, cuando la casa pertenecía a Françoise Petit. Tu padre ha hecho una buena adquisición. La lástima es que Petit nunca pueda disfrutar de su venta.
Le pregunté a qué se refería.
—¿No te lo han dicho tus padres? Petit era judío. Como Chris y como yo. Los alemanes se lo llevaron hace un año. A estas alturas ya estará muerto el desgraciado.
—No parece importarle mucho lo que les pueda ocurrir a otras personas de su misma religión, me parece —dije yo, sintiendo un profundo odio por dentro.
—Las personas que se dejan atrapar no merecen la pena de seguir con vida. El mundo es cruel, niño —me dijo en tono despectivo —. Hay que saber protegerse las espaldas.
—¿Colaborando con el enemigo? —Era una peligrosa conversación, pero no tuve miedo.
—¡No sé de qué estás hablando, chaval! Ahora apártate y déjame subir con mi sobrina.
—Ella no se irá. —le dije.
—¿Qué...?
—Ella se quedará aquí, conmigo. Jamás se iría con un nazi...
El rostro de Jerome se demudó. Donde antes había una cínica sonrisa, ahora había un rictus de maldad.
—¡Apártate! —Gritó, tratando de hacerme a un lado, pero yo retrocedí hasta el inicio de la escalera.
¿Por qué tardan tanto? Me preguntaba a mí mismo. El plan que Kaufman nos estuvo explicando fue muy claro: Vosotros le dejáis entrar y una vez dentro, nosotros nos encargaremos del resto.
Jerome Valois ya estaba dentro, pero ellos no aparecían por ninguna parte.
El tío de Chris me miró con una sonrisa burlona.
—Esperabas a alguien, ¿verdad? Pues siento decirte que nadie va a venir.
Metí la mano en mi bolsillo y palpé la navaja. No iba a llevarse a Chris. Con la ayuda de la resistencia o sin ella, no pensaba dejar que se la llevase.
—Los críos sois muy fáciles de engañar —siguió diciendo —, seguro que un amigo mío te contó un montón de historias y tú, te las creíste todas. ¡Que ilusos! Johann Kaufman fue el que asesino a mi sobrino, a mi cuñada y a mi hermano y yo le mandé que lo hiciera. Kaufman trabaja para mí.
Las piernas me temblaron un momento. Me habían engañado y yo me tragué el anzuelo como un idiota. Nunca debí confiar en él.
Meneé la cabeza pensando en que más me habría valido haber hecho caso a mi intuición. Nunca solía fallarme.
—Puede que él me halla engañado, pero tú no. Desde el primer momento me di cuenta de que eras un...
—¿Un qué? —Me interrumpió.
—¡Un cabrón! — Le insulté con la palabra más fuerte que conocía. Por dentro temblaba como un flan, pero por fuera, la sangre de mis ancestros me convertía en algo tan duro como el granito.
—El españolito tiene cojones —dijo —. Habrá que bajarte los humos.
Jerome se acercó a mí demasiado rápido, tanto que esta vez no logré esquivarlo a tiempo. La bofetada me aturdió, las piernas dejaron de sostenerme y mi nariz comenzó a sangrar. Pero no me moví del sitio y eso no hizo más que enfurecerle. El siguiente golpe llegó a mi estómago. Fue un puñetazo en toda regla y me dejó sin respiración. Pero mi mente estaba lucida...sólo esperaba el momento de...
El tercer golpe me hizo gritar de dolor. El tío de Chris retorció mi brazo escayolado y me asestó un puñetazo sobre la escayola, provocándome un dolor terrible.
Mientras tanto, yo saqué la navaja del bolsillo, sujetándola con mi mano izquierda y lancé un tajo hacia su rostro.
No se lo esperaba, el grito de dolor y las palabras malsonantes que salieron de su boca me confirmaron que mi ataque había dado resultado.
Jerome no tuvo más remedio que soltarme para llevarse las manos a su rostro. La sangre resbalaba entre ellas.
—¡Maldito hijo de puta! ¡Me has cortado!
Caí de rodillas al suelo. El cuerpo me pesaba como si fuera de plomo y era incapaz de volver a ponerme de pie. Al intentar levantarme, un aguijonazo de dolor recorrió todo mi cuerpo haciendo que rodará por el suelo cuan largo era. Una contundente patada en los riñones fue lo que me derribó. Luego sentí otra y otra después. Estaba a punto de perder la consciencia y no iba a dejar que eso sucediera. No podía fallarle a Christine.
Todavía tenía la navaja en mi mano. Cuando vi que la pierna de Jerome se acercaba veloz para golpearme otra vez, la clavé en su muslo.
Gritó de nuevo, cada vez más furioso.
Estaba seguro de que al final acabaría matándome, pero yo no pensaba ponérselo fácil.
No sé si fue la rabia, o el amor propio o puede que fuera un simple acto de supervivencia, pero me levanté del suelo, conseguí ponerme en pie y me lancé directamente sobre mi atacante con todo el ímpetu de mi desesperación. Caímos los dos al suelo, el debajo y yo encima y supe con total claridad lo que tenía que hacer.
Si existe en nosotros un impulso asesino, este sólo sale a la luz en ciertos momentos. Aquel era un momento crucial, porque estaba jugando a vida o muerte y en esos momentos desesperados la locura se adueñó de mí.
Acuchillé su rostro, tres o cuatro veces, sin saber muy bien lo que hacía. Notaba su sangre cálida empapando mis manos, escuchaba sus estertores de dolor y también de miedo al comprender que un niño le estaba matando y sentí como el odio, esa palabra que no conocía un tiempo atrás, un odio indescriptible, me llenaba por completo y vaciaba mi alma de miedo.
Cuando acabé, el cuerpo de Jerome Valois ya no se movía.




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