Estaba muerto. acababa de asesinar a una persona y no sentía nada especial, tan solo la adrenalina del momento que aún corría por mis venas y el temblor de mis manos cubiertas de sangre. Una sangre que no era la mía.
Jerome Valois, el tío de Christine, yacía muerto en el suelo.
A pesar de que él ya no presentaba una amenaza, el peligro aún no había pasado.
Subí cojeando las escaleras. El brazo volvía a dolerme y además notaba un fuerte dolor en mi vientre y en las costillas donde recibí las patadas.
Al llegar arriba, lo que me costó una eternidad, llamé a la puerta del cuarto en el que estaba escondida Chris.
—Abre —le dije —, soy yo.
Ella abrió inmediatamente y al verme con tan deplorable aspecto, me ayudó a sentarme en la cama.
—¿Qué ha pasado? Oí ruidos de pelea. ¿Dónde está mi tío?
Le conté todo lo sucedido. Cómo fuimos engañados y la pelea con su tío.
—¿Está...muerto? —Me preguntó, con la mirada espantada.
—Sí —contesté —. Ahora tenemos que irnos de aquí. Kaufman es igual de peligroso que tu tío. No se detendrá en nada.
—¿Dónde iremos?
—No lo sé —La verdad era que no tenía ni idea de lo que hacer.
—No te encuentras bien, Pedro. Así no podrás huir. Tienes que descansar.
Me obligó a tumbarme en la cama y yo pegué un grito de dolor. Me era imposible estar tumbado.
—No hay tiempo para descansar —le dije, volviéndome a incorporar —. Tenemos que irnos ya.
Christine me ayudó como pudo a volver a bajar, sujetándome por la escalera mientras yo veía las estrellas a cada paso que daba.
Christine me miraba y yo notaba como sufría.
—¿Dónde está mi...mi tío? —Me preguntó.
Miré al sitio dónde había dejado su cuerpo y... no estaba. ¡Eso era imposible! ¡Estaba muerto! ¡No había podido desaparecer!
Un escalofrío recorrió mi espalda y me volví mirando en todas partes.
—¡Vámonos, Chris! ¡Hay que irse, deprisa!
Escuché un gemido que parecía provenir de la cocina, el rastro de sangre indicaba que alguien había ido hasta allí, arrastrándose.
—Espérame aquí, Chris. Tengo que ver algo —le dije, y apoyándome en las paredes logré llegar hasta allí.
Jerome estaba en el suelo en un gran charco de sangre. Su rostro era una carnicería. ¿De verdad fui yo el que hice eso? Él intentaba balbucear alguna cosa, pero no era capaz de entenderlo, por lo que me acerqué. En ese momento ya no le guardaba rencor, es más, buscaba la forma de poder ayudarle aun sabiendo que él me hubiera asesinado sin pensárselo de haber tenido una oportunidad.
Chris se había acercado y al ver a su tío se llevó las manos al rostro, horrorizada.
— No te acerques —le dije.
Ella se detuvo junto a la puerta de la cocina y apartó la mirada.
—¡Haz algo, Pedro! ¡Está sufriendo!
¿Qué podía hacer yo?
En la cintura de Jerome, había un bulto que reconocí al instante. Era una pistola. Un modelo alemán que había visto muchas veces en posesión de la policía nazi, la Gestapo, en París. La cogí, pesaba mucho, más de lo que había imaginado. Hice lo que había visto en tantas películas, miré primero el cargador y comprobé que estaba lleno. Tenía nueve balas, luego quité el seguro y la amartillé.
Christine me miró y comprendió en el acto.
—Hazlo —dijo.
Apunté a la cabeza de Jerome. No sabía si tendría valor para hacerlo. Antes había actuado sin pensar, luchando por mi supervivencia, ahora era distinto. Ahora se trataba de quitarle la vida a alguien a sangre fría. Las manos me temblaban, respiré hondo y...
—No puedo hacerlo, Chris.
—Es un acto de caridad, Pedro. Imagínate lo que estará sufriendo...
Miré a mi amiga y luego le miré a él. Volví a apuntarlo con la pistola y... apreté el gatillo.
El sonido me sobresalto, la fuerza de la explosión me echó hacía atrás y el humo acre se metió en mis pulmones obligándome a toser.
Jerome Valois estaba muerto definitivamente.
—¡Salgamos de aquí! —cogí de la mano a mi amiga y caminé hacía la puerta de entrada. Al salir al exterior la luz del sol hirió mis ojos. Andaba como sonámbulo. Tan solo podía pensar en lo que acababa de hacer.
Christine caminaba a mi lado sin decir nada. Su tío, aquél a quién tanto había querido, yacía muerto unos metros más atrás. No sabía lo que ella pensaría de mí en esos momentos. Yo me había convertido en un asesino. Era tan culpable como Jerome y como Kaufman. Arrebatar la vida a otra persona era el peor crimen que podía cometerse y el haber actuado en defensa propia no me eximia en absoluto de la culpa.
En la iglesia siempre decían lo mismo, quién a hierro mata a hierro muere. Merecía el castigo que Dios tuviera dispuesto para mí. Lo merecía y lo aceptaría.
Y el castigo no tardó mucho en llegar.
No llegué a ver nada, tan sólo escuché un fuerte estampido y noté un fuerte golpe en mi hombro. Caí al suelo como un fardo. No me dolía, sabía que acababan de dispararme, pero la sensación era de algo ajeno a mí. Como si hubiera sido otro el que había recibido el disparo y no yo.
Escuché como Christine, mi dulce y preciosa francesita, gritaba, pero su grito parecía muy lejano. Vi como alguien se acercaba a nosotros. Era Kaufman. Llevaba un arma en su mano y me apuntaba con ella mientras trataba de hacer callar a Christine. Al no lograrlo, la golpeó en la cabeza con la pistola y ella se desmoronó junto a mí.
Quise gritarle que la dejara en paz, pero no tenía voz.
Una sensación de sopor, muy agradable me envolvió como una cálida manta. Intenté resistirme, no podía dormir ahora y en ese momento, pero no pude luchar contra el desvanecimiento que me vencía.
El mundo se oscureció como si de repente alguien hubiera tapado el sol delante mío.