1 de agosto de 1945. Istres. Francia
Hacía calor en las soleadas calles y la gente se reunía en los cafés, a la sombra de los toldos, mientras tomaba té helado.
La guerra había acabado en mayo de aquel mismo año. Los alemanes se tuvieron que retirar ante el avance de las tropas aliadas. París había sido liberado y las banderas francesas y norteamericanas ondeaban en la cálida brisa de aquel precioso verano.
En Istres, donde yo seguía viviendo, la tranquilidad y la paz también habían llegado de la mano.
Esa tarde me recordó a aquella otra cuando fui encontrado, agotado y herido, en mitad del bosque por un campesino y aun sujetando en mis brazos el cuerpo inerte de Christine. El hombre nos llevó al hospital más cercano en una vieja furgoneta que traqueteaba fatigosa por los caminos de arena. Cuando llegamos al hospital los enfermeros se hicieron cargo de Chris. Me dijeron después que les costó mucho trabajo arrancarla de mis brazos, yo la verdad, no recordaba nada de ello. Desgraciadamente no pudieron hacer nada por ella. Murió horas antes, pero eso ya lo sabía, porque yo sentí su muerte en mis brazos.
Durante el tiempo que pasé en aquel hospital curándome de mis heridas, no dije ni una sola palabra sobre lo que nos había ocurrido. Tan solo les di mi nombre y la dirección de mi casa y los médicos se encargaron de avisar a mi familia. Mis padres estaban muy preocupados por nuestra desaparición y temían lo peor, sobre todo al encontrar el cadáver de Jerome Valois en el salón de nuestra casa. Ellos dieron parte a la policía y esta se encargó de llevarse el cadáver. Según les dijeron, el tío de Christine, estaba siendo buscado como presunto cómplice en la muerte de varias personas, todos ellos judíos y en la apropiación de sus bienes.
Mis padres me trajeron de regreso a casa y se encargaron del funeral de Christine que fue enterrada en el cementerio de la ciudad, un lugar con unas vistas privilegiadas del mar.
En su tumba junto al mar.
Yo asistí a su entierro y no derramé ni una lágrima. La verdad es que nunca volví a llorar en toda mi vida.
Cuando depositaron el féretro en tierra y cerraron la tumba, nadie pudo impedirme que me arrojara sobre ella y allí pasé toda la noche.
Nadie me dijo nunca que vivir podía ser tan terrible. Nadie me había hablado de la desesperanza que quedaba al perder a un ser querido, ni que la vida fuese tan cruel e injusta. Y que tan sólo el tiempo que todo lo borra podría traer un poco de descanso a mi corazón y la verdad, ni siquiera fue así, porque yo no deje de pensar ni un sólo día en mi querida Christine.
Ahora, tres años después yo me encaminaba a saldar una vieja deuda.
El calor de aquella somnolienta tarde hacía que la gente se refugiara en sus casas, sin atreverse a salir, por lo que las calles estaban vacías y solitarias.
El eco de mis pasos resonaba en los vacíos callejones y bajo los soportales de piedra de una ciudad que había sobrevivido a una invasión y a la muerte y al odio generados por la guerra.
Pero no todo el odio se había extinguido. En mi corazón aún quedaban los rescoldos de un odio inextinguible. Un odio que nunca tendría fin porque ahora formaba parte de mí.
En mi camino me crucé con Antoine y sus dos camaradas. Al verme me saludaron desde lejos y se perdieron entre las callejuelas.
¿Por qué ese comportamiento, después de lo ocurrido entre nosotros? Os preguntareis.
Fue por lo sucedido un mes después de la muerte de Christine. Me había encontrado con ellos por casualidad y enseguida pensé que tendrían ganas de revancha. Antoine se me acercó con su característico andar, cojeando levemente y se plantó delante de mí.
—¡Niño rico! —Me dijo —Siento mucho lo que le ha ocurrido a Christine. Ella no se merecía eso.
Me tendió la mano y yo, después de mirarle a los ojos y ver la sinceridad en ellos, se la estreché. Desde aquel día no habían vuelto a molestarme, es más ahora presumían de ser mis amigos.
No todos los malos son igual de malvados, en el mal como en las restantes cosas de la vida, también hay matices.
Llegué hasta una calle que había llegado a conocer muy bien. Estaba cerca del centro de la ciudad. Allí, aún seguía habiendo una vieja librería, en cuyo cartel rezaba un nombre: Johann Kaufman.
Un nombre alemán que yo conocía muy bien.
Nunca nadie había podido probar su implicación en la muerte de tres personas. Un niño y dos adultos. Tampoco habían podido juzgarle, por traición, colaboración con el enemigo ni otros tantos delitos de los que se había librado y eso había sido así porque nadie dijo nunca nada en su contra.
Yo tampoco lo hice. Os preguntareis por qué. La respuesta es muy sencilla:
Sólo esperaba el momento de tenerle a solas frente a mí. Y ese momento había llegado.
Durante estos años nunca hablé con nadie de lo sucedido, ni siquiera a la policía le conté toda la verdad. El nombre de Johann Kaufman nunca salió a relucir.
Tan sólo dije lo que era obvio, que Jerome Valois trabajaba para los nazis y que había asesinado a toda su familia e intentado matar a Christine y a mí. En nuestra desesperada huida por salvar la vida, nos habíamos topado con una patrulla nazi muy cerca de la frontera entre la zona ocupada y la zona libre, donde Chris, por desgracia murió. Tampoco dije nada de nuestros misteriosos perseguidores que yo había inventado para explicar la huida, ni de quién podía tratarse. Cuando la policía me preguntó sobre la muerte de Jerome y del hallazgo de su cadáver en nuestra casa, no respondí nada. No lo sé, les dije. Nosotros estábamos a muchos kilómetros de distancia cuando su muerte ocurrió.
Nunca se llegó a investigar la muerte del tío de Christine. Era un nazi y Francia estaba en guerra contra los nazis. Tan solo era un enemigo menos.
Yo ya no era aquel muchacho de doce años al que habían engañado, traicionado, secuestrado y que gracias a ellos había perdido la inocencia y vio destrozada su niñez. Ahora era alguien sediento de sangre, una sangre que iba a derramar hasta la última gota.
No me hizo falta llamar a la puerta, ahora conocía varios trucos para forzar cerraduras y esta era bastante sencilla.
Entré en el interior de la librería, pero estaba vacía, aunque eso no importaba. Sabía que el dueño no tardaría en llegar y yo le esperaba para darle una sorpresa. Estoy seguro de que no le iba a gustar nada la sorpresa que le tenía guardada.
No tardó mucho en llegar, entró confiado y al verme se sobresaltó.
—¿Tú? —dijo —Siempre me he preguntado porque no dijiste nada sobre mí, ni una sola palabra... Todo este tiempo me has hecho creer que no eras una amenaza para mí.
—Era la única forma de que se confiará y no saliera huyendo. Ahora está donde quería tenerle. Esperaba este momento. Usted y yo, solos.
El hizo el ademan de sacar algo de uno de los bolsillos de su americana, pero yo fui más rápido y le encañoné con mi arma.
—Saqué las manos de los bolsillos y manténgalas donde pueda verlas.
—¿Vienes a matarme? ¡Yo no tuve que ver nada con la muerte de Christ...!
No le dejé terminar. Le golpeé con la pistola en el rostro.
—No se le ocurra pronunciar su nombre... ¡Me ha oído!
El librero se llevó las manos a su ensangrentado rostro.
—Hoy es su día de suerte, Johann Kaufman —le dije muy despacio —, hoy podrá, al fin, ser juzgado, sentenciado y condenado. Y seré yo quien lo haga.
—¿Tú? —Sé rió —¿Y quién te crees que eres tú?
—Soy el ángel de la muerte. Le acuso del asesinato de Jean Paul Valois, le acuso del asesinato de Philippe Valois y de su esposa Jeannette Remain y...le acuso del secuestro y el asesinato de Christine Valois...
—Te vuelvo a repetir...que yo no tuve nada que ver con su muerte...
El siguiente golpe le hizo recular hasta la pared.
—¿Cómo se declara el acusado?
—¡Soy inocente!
Le volví a golpear, esta vez con más fuerza.
—¿Inocente? —Le dije, riéndome —Christine murió en mis brazos. Tenía sólo once años, era bonita, inocente y dulce...Usted la mató... Johann Kaufman, ha sido acusado de unos horribles crímenes...Ahora le haré saber la sentencia.
—¡Estás loco! ¡Eres un jodido loco!
—Tal vez tenga razón. Puede que este loco, loco por el dolor que me causó...Su sentencia es: La muerte.
Apunté la pistola contra su frente, le miré a los ojos una última vez y...apreté el gatillo.
Ahora ya eres libre, Christine, pensé.