El olor a pino, luces de colores y los villancicos, eran las claras e irrefutables pruebas de que la navidad y diciembre, habían llegado. Los noticieros del clima pronosticaban un invierno bastante frío, incluso era posible que nevara, pero eso todavía no sucedía.
Amalia y yo habíamos tenido una excelente primera cita; y luego de eso, cinco citas más. Todo había sido genial, nos llevábamos tan bien como si nunca nos hubiéramos odiado. Parecíamos conocernos de toda la vida y eso me gustaba, era extraño, pero al mismo tiempo me encantaba.
Ese fin de semana me quedé en casa, mi padre había vuelto después de un largo viaje y quería pasar tiempo con él; además, todavía no le contaba lo de Amalia.
—Hola papá. —Saludé. Mi madre se encontraba preparando un rico desayuno, yo caminaba desperezándome, llegué a la mesa y me senté frente a él.
La luz del sol entraba por la ventana con intensidad, tenía los ojos entreabiertos porque todavía no me había adaptado a la claridad.
—¿Cómo amaneciste, Lucas?
—Con sueño —dije bostezando. Él se echó a reír.
—Claro que tienes sueño, te quedaste despierto hasta tarde hablando con esa chica —empezó a decir mi madre. No pude evitar abrir los ojos como platos, el sueño se me pasó de inmediato.
—Con que una chica…—dijo mi padre suspicaz—, ¿Irina?
—¡No! —exclamé de prisa—, no, ella y yo terminamos.
—¿¡De verdad!? —Preguntó sorprendido.
—Sí.
—A mí no me cuentas nada. —Dijo mi madre haciendo un puchero. Sonreí ante su expresión, me parecía adorable.
—Ya, ya. Está bien, creo que ya puedo contarles.
Mi madre soltó lo que estaba haciendo y me miró con suma atención; mi padre hizo lo mismo. De repente sentí que el rubor corría a mis mejillas, quería contarles sobre ella; pero era extraño al mismo tiempo, no me sentía dudoso de hacerlo; de hecho, me agradaba la idea de que supieran de mi relación, aunque solo tuviéramos menos de un mes saliendo.
—Te escuchamos —dijo mi padre.
—Hace aproximadamente tres semanas estoy saliendo con alguien nuevo.
—¿¡En serio!? —preguntó mi madre emocionada—, ¿quién?
—Se llama Amalia Brown, va un año menos que yo en la escuela.
—¿Brown? —preguntó mi padre—, Brown ¿cómo Ginger Brown?
—¿Conoces a su mamá? —. Amalia ya me había contado acerca de su familia, y estaba seguro de que ese era el nombre de su madre.
—Es una de las CEO más importantes de Atlanta, ¡por supuesto que la conozco! Lo que no sabía era que tenía una hija. De hecho, no sabía que tenía hijos.
Me quedé sorprendido por su revelación. No tenía idea de que la mamá de Amalia fuera tan reservada.
—Entonces, es una chica importante —dijo mi madre.
—La verdad eso me tiene sin cuidado.
—¡Lucas! No le hables así a tu madre. —Me reprendió mi padre.
—Lo siento, me refiero a que no me importa si tiene dinero o no.
—A nosotros tampoco nos importa, hijo. Solo lo decía por decir. —Dijo mamá.
Terminó de hacer el desayuno y la ayudé a servirlo; comimos más rápido de lo que terminé yo en poner el plato sobre la mesa.
Más tarde ese día mi padre y yo nos pusimos a practicar lanzamientos con el balón de fútbol americano.
Arrojó el balón hacia mí con fuerza, salí corriendo porque casi no lo atrapaba. Pegué un brinco y lo agarré en el aire, como si fuera un perrito atrapando un freesbe.
—Ya estás bien del hombro —afirmó—de verdad me alegra.
—Las terapias eran un dolor de cabeza, por suerte no necesite demasiada —. Arrojé el balón con la misma fuerza, mi padre también tuvo que salir corriendo para poder atajarlo antes de que tocara el suelo.
—Y dime, esta chica, ¿es la misma de ese día? —de alguna forma mi padre se había enterado del motivo por el que me habían lesionado el brazo; aunque, técnicamente ella no había tenido culpa de nada, estaba ahí esa noche; y lo más probable era que yo no me hubiera metido a esa pelea si no hubiera sido para defenderla.