Amalia y yo habíamos planeado que conocería a mis padres en la misma cena de navidad. Era una movida arriesgada pensando en el hecho de que a mi padre no le caía muy bien; pero valía la pena intentarlo.
Estábamos a horas de la cena, y me sentía realmente nervioso.
—Mamá ¿estás segura de esto? —le pregunté mientras rellenaba un enorme pavo para la cena de navidad.
—Claro que sí, no lo pienses tanto —me miré al espejo para intentar arreglarme. Mi madre seguía insistiendo en que me vistiera elegante para la cena, a pesar de que yo quería estar más casual.
La noche empezaba a volverse muy fría. En las noticias informaban sobre un frente frío que se aproximaba a la ciudad, pero hasta el momento no había nada de qué preocuparse; de hecho, a la gente le emocionaba la idea de que nevara justo para nochebuena.
—Debo irme, ya es tarde. Si no salgo ahora no llegaré nunca —le comenté a mi madre. Pasaría primero por Amalia; de allí, ella y yo iríamos a comprar algunas cosas que hacían falta y volveríamos justo para la cena de navidad.
Debía salir rápido porque la tienda de víveres cerraba a las diez de la noche. Me coloqué una enorme chaqueta encima del traje que llevaba puesto, también llevaba guantes y un gorro. El frío calaba hasta en los huesos.
Tirité al salir al aire congelado de la noche, subí a mi auto lo más rápido que pude y encendí la calefacción. Suspiré de alivio pues el aire calientito de adentro del auto me hizo sentir mucho mejor.
Las calles estaban ligeramente congestionadas porque era veinticuatro de diciembre y la gente siempre se volvía loca para esas fechas.
Me tardé más de cuarenta minutos en llegar a la casa de Amalia, pero al final lo logré.
La vi despedirse de sus padres mientras corría hacia mi auto. Cuando entró, me di cuenta de que tenía la nariz roja como el reno de santa Claus.
—Te ves muy graciosa —dije entre risitas.
—Oye niño blanco, tú también tienes la nariz roja —me respondió en el mismo tono. No pude evitar acercarme y darle un beso justo en la punta de su nariz.
—Para que te calientes —le guiñe un ojo y ella sonrió. Parecía una especie de tamal envuelto en tanta ropa.
—Estoy nerviosa —dijo mientras sobaba las palmas de sus manos para calentarse.
—Yo también, y está haciendo mucho frío, ¿crees que nieve?
—Me encantaría verlo.
—Una lástima que el frente frío nos haya arruinado el viaje a la playa —comenté. Al final no pudimos ir; hubo que posponerlo para el siguiente año.
—Te perdiste de verme en traje de baño —dijo echándose a reír.
—De algún modo lo voy a conseguir.
Arranqué el auto de nuevo y comencé a conducir hasta la tienda; quedaba hasta el otro lado de la ciudad así que nos tardaríamos bastante en llegar. Encendí la radio para escuchar las canciones navideñas y cualquier noticia referente al frente frío que se acercaba.
Amalia y yo íbamos conversando muy animadamente sobre las fiestas y lo que solíamos hacer cada uno cuando era niño.
—¿De verdad tus padres te dijeron que santa no existe? —le pregunté.
—Ya te había contado que mi padre es el hombre más aburrido del planeta, nunca nos fomentó a ninguno de mis hermanos la creencia en seres fantásticos.
—Pero es infancia —protesté. Me sentía un poco idiota; mi madre me había hecho creer en santa como hasta los doce años.
—Mi padre dice que fomenta el consumismo, que ese no es el significado de la navidad —dijo ella encogiéndose de hombros mientras miraba hacia afuera.
—Yo siempre esperaba con ilusión la navidad, le dejaba galletas y leche y me levantaba a hurtadillas a las tres de la mañana para intentar atraparlo —solté una risita mientras miraba al frente. Se había formado una inmensa cola y parecía no querer moverse por nada del mundo. Toqué la bocina y otros autos me imitaron.
—¡Ja, ja, ja! ¿De verdad? ¡Aaww! Te imagino todo pequeño y tierno corriendo con tu pijama de unicornios —se burló, mientras me apretaba el cachete.
—¡Oye! No era de unicornios.
Los dos soltamos una enorme risotada, y continuamos conversando mientras esperábamos atrapados en el tráfico.