Talavera. La herencia envenenada

II

Habían pasado más de tres años para cuando la volví a ver. No fueron años fáciles. Intenté cartearme con Sonia, pero ella había estado actuando en Milán, Londres, Berlín... Sin tener un domicilio fijo al que poder escribirle, me tragué todas aquellas cosas que quería decirle.

A pesar de pensar que ella podía haberse olvidado de mí, no era en absoluto así. Nada más poner un pie en Madrid, recibí un mensaje en mi hotel:

<<Acabo de llegar de Austria. ¿Cenas conmigo esta noche en Duna's a las diez? Sonia.>>

Un par de horas más tarde, sentado en el bar del hotel en el que me hospedaba, pedí que me trajeran El País. Si bien no había sido muy dado a la lectura de periódicos, desde que volví a mi anodino despacho, las noticias de actualidad habían sido la única vía de escape que había conseguido. Por casualidad y en la sección de sociedad, me quedé anclado a un apellido que me sonaba lejano, Talavera:

<<El 15 de diciembre, en la finca Los Olivos, en Sevilla, falleció Alejandro Talavera, amado esposo de Elena Iglesias, a los 36 años. Tus hermanos, esposa e hijos no te olvidan. Flores a la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús y María, Sevilla.>>

Pensé en mi prima Sonia, con quien estaba citado en unas horas. ¿Habría acabado ya ese romance clandestino que se llevaban? Pensaba que era un hombre divorciado, pero al parecer no.

Seguí leyendo, y vi una esquela más pequeña, inmediatamente bajo la anterior

<<Alejandro, amor mío. Donde quiera que estés te busco, te espero, te sueño y no te olvido. Tu eterna enamorada.>>

¿Podría ser el mismo fallecido? Los anuncios en las esquelas solían ser muy caros, y me parecía extraño que la esposa hubiera decidido hacer una esquela aparte. Probablemente no era del mismo fallecido, pero la similitud en el nombre de pila era innegable.

A las diez yo ya estaba sentado en la mesa reservada en el Duna's esperando a mi prima. La idea de reencontrarme con Sonia me tenía excitado, y el tiempo que pasé esperándola se hizo lento y tortuoso. Cuando llegó, todos los comensales se giraron a apreciar a su belleza. Sonreí para mí, ella era capaz de captar la atención de todo el mundo al entrar, y no solo en el teatro.

Vestía de negro, un color al que acudía mucho, pero era un negro de luto impoluto. Tanto, que me extrañó que ni siquiera hubiera considerado el vestir escotes kilométricos, pues era a lo que me tenía acostumbrado. La seriedad de su rostro no me pasó inadvertida, y es que al contrario de la vivacidad que la caracterizaba, su faz estaba como tensa y ausente. Solo le había visto con la misma expresión en el escenario, y era a causa de estar interpretando.

Me levanté del asiento cuando vi que se acercaba, y al llegar hasta mí, me rodeó con los brazos. Yo hice lo propio, dejando que se apoyara en mi pecho y en mi impecable atuendo. Sentí fragilidad en su gesto, tristeza y desolación. Recuerdo cuando su madre murió, día triste para su hija, y no la vi tan fracturada como en aquel momento.

Cuando se recompuso, se sostuvo de mis brazos y me miró. Desde la distancia que nos separaba pude ver el enrojecimiento de sus ojos, pero no había lágrimas.

Nos sentamos el uno frente al otro, en lugares opuestos de la mesa redonda. Y entonces, como si los tres años que nos habían separado no hubieran existido, mi prima me dijo:

— Daniel, has envejecido diez años en esa oficina.

Sonreí ante su comentario, de buenas a primeras, mi prima volvía a ser la Sonia pizpireta que conocía.

— ¿Y eso me lo dices tú? Con el luto que vistes, cualquiera diría que eres tú la viuda Talavera.

Mis palabras hicieron ensombrecer su rostro por un momento, pero ella, más dueña que ninguna de sus expresiones, me dijo:

— No me vayas a hacer tú también la broma de la viuda. Yo siempre me he comportado, vestido y hablado tal y como me sentía.

— Lo sé, pero creo que te has pasado con el luto.

— No. No me he pasado, solo he hecho lo que era mejor.

Cuando el camarero llegó a preguntarnos por la bebida, ambos callamos. Un whisky para los dos fue encargado, y cuando volvimos a estar solos, le dije:

— Sé que estuviste con él hace tres años, pero te comportas como algo que no eres.

— Daniel, has pasado tanto tiempo fuera de la capital que apenas sabes nada —dijo con tristeza—. No solo estuve esa noche con él, fueron meses.

— Y a ver, una pregunta, si se me permite. ¿Por todos tus amantes fallecidos vistes luto? Porque has tenido muchos, y ni siquiera me atrevería a imaginar que ahora todos decidieran morir. Pasarías años de negro y encerrada en casa.

— No seas sarcástico. Lo mío con Alejandro no fue un affaire de una noche, ni siquiera siendo meses como fueron, era cosa baladí. Llegué a enamorarme profundamente de él.

— Lo siento si lo que he dicho te afecta o te insulta, no era mi intención. Pero has de admitir que lo que has dicho no es muy realista.

— ¿Por qué? Soy una mujer y tengo sentimientos. Que nunca haya querido sentir, no significa que no lo haya hecho.

— Te pido disculpas una vez más por mis palabras. Y a no ser que quieras que siga ofendiéndote con lo que te diga, tienes que contármelo todo.

Su mirada bajó hasta sus manos y suspiró. Se veía vulnerable, humana e imperfecta, y ese hallazgo fue para mí toda una revolución. Acostumbrábamos a vernos en momentos díscolos y banales. Los sentimientos siempre habían estado apartados. Pero como ella decía, los sentimientos habían estado siempre ahí, palpitando.

— No importa. Ya te lo contaré, es solo que ahora estoy muy triste como para abrirme en canal acerca de Alejandro.

— Lo entiendo —palmeé una de sus manos ofreciéndole consuelo—. Si me permites no cambiar de tema, he de decir que no creía que hubierais hecho crecer tanto en tan poco tiempo.

— Pues sí, lo hicimos. Y a pesar de que hace dos años que no estábamos juntos, su recuerdo siempre ha estado conmigo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.