Talavera. La herencia envenenada

VII

— Y ahora —dijo el inspector Baeza—, vamos a intercambiar algunas palabras con la señora Ángela Talavera.

— ¿Cree usted que sería indicado hablar con ella después de su pérdida de cordura anterior?

— Creo que es el momento idóneo.

Para mí, que era un total forastero en aquella finca, todas las habitaciones me parecían la misma. Mi sentido del espacio no era malo, pero sentía como si esa casa hubiera sido levantada con el propósito de hacer que la gente se perdiera en ella, o al menos, que fuera un lugar propicio para esconder secretos.

Gonzalo Baeza se movía por ella como pez en el agua y, siendo curioso, le pregunté:

— ¿Cómo es capaz de orientarse en este laberinto de paredes blancas?

— Ya le dije que conocía a Alejandro desde pequeño. No es la primera vez que me muevo por aquí.

Lo seguí, a pesar de que no sabía muy bien hacia donde se dirigía.

Nos detuvimos ante una puerta cerrada, a la cual el inspector llamó con los nudillos. Cuando Ángela Talavera nos abrió la puerta de su dormitorio, se le notaba más calmada.

— Pasad y sentaos —nos dijo ella.

En el dormitorio, el cual presidía una cama con adornos en la madera, también había un pequeño silloncito en una de sus esquinas, en el cual nos sentemos ambos. Ella, a su vez, lo hizo sobre la cama.

Y aunque parecía indiscreto que nosotros dos estuviéramos en el dormitorio de una mujer soltera, a ella no le pareció que fuera escandaloso.

— Gracias señorita Talavera —dijo el inspector—. Solo queríamos hacerle unas cuantas preguntas sobre la muerte de su hermano.

— Lo que haga falta.

— ¿Dónde se encontraba usted en el momento del accidente?

— Donde todos, ¿no? —preguntó ella, tal vez valorando la inutilidad de la pregunta.

— La verdad es que, según su hermano Andrés, no todos estaban en la misma estancia. Él nos ha contado que Carmen y Pedro Iglesias no se encontraban presentes.

— ¡Ah, bueno! Ni siquiera lo recordaba. Pero es verdad, no estaban allí. En ellos suele ser normal. A pesar de que mi hermano había aceptado que vivieran con nosotros, ellos no parecen muy sociables. Ni hablar de hacer vida en común.

— ¿Consideró usted en algún momento trabajar en la empresa familiar?

— ¿Quién? ¿Yo? —se rio de manera histriónica, puede que un poco nerviosa—. Ni siquiera me lo he planteado nunca. ¿Qué hago yo en una empresa de motores? Nunca me ha interesado lo más mínimo esos temas, mis intereses siempre han ido por otros derroteros.

— ¿A qué se refiere?

— ¿No es obvio? Soy una mujer soltera de treinta años y vivo con mi familia. ¿No puede intuir cuáles son mis verdaderos deseos?

— Entiendo por sus palabras que se refiere a un matrimonio.

— Exacto. Ser la única hija entre tanto hombre y sumándole el carácter protector de todos ellos... Nunca he sido una mujer caprichosa, ¿sabe? Siempre me he conformado con lo que he tenido, que no es poco. Es cierto que, al ser la única hija, he tenido ciertos privilegios. Mi educación no ha sido tan estricta, y eso me ha permitido tener bastante libertad en ese aspecto. Pero lo hubiera cambiado todo por haber nacido hombre.

Ante esa afirmación, ambos quedamos en silencio. No tenía la experiencia de haber nacido de otra forma que la de siendo hombre. Eso me había obligado a muchas cosas. Mi educación había sido preelegida con un camino que recorrer, ya lleno de pisadas familiares. Pero, ¿no había querido yo ser otra cosa? Madrid y mi prima me cambiaron. Me hicieron consciente de quien era en realidad, de qué me gustaba en realidad. Sin duda, podía sentirme identificado con lo que Ángela exponía.

— Creo, señorita Talavera, que se está desviando del tema.

— No. No lo estoy haciendo. Ser mujer me encadena a mi familia hasta que por matrimonio me encadene a otra. Ustedes no lo entienden, y no los culpo. Siempre he deseado otra cosa y veo como pasan los años. Y todo sigue igual.

— Parece que está algo resentida.

— ¿Resentida? ¡Ja! Mucho más que eso.

Se hizo un tenso silencio. Por la ventana del dormitorio, se podía ver como el aire frío de la estación movía los árboles de la finca.

— Tengo algo que contarle, algo que ha sido hallado durante el transcurso de la investigación —La señorita Talavera prestó atención a las palabras de la investigación una vez que se hubo calmado—. Se ha encontrado que el cinturón fue manipulado.

— ¿Cómo? ¿De qué manera?

— Fue cortado casi en su totalidad.

— Así que no fue un simple accidente... Mi hermano fue asesinado.

— Eso es lo que tratamos de averiguar.

— Que horrible que alguien pueda hacer eso.

— ¿Se le ocurre que alguien tuviera tanto malestar con su hermano como para llevarlo a la tumba?

— No tengo ni idea. Pero sea quien sea lo maldigo mil veces... No hay peor actitud que el rencor y el odio. Es querer el mal a los demás, cuando el único afectado por ese veneno eres tú.

— Muchas gracias señorita Talavera por contestar a estas preguntas.

Ambos salimos del dormitorio algo confundidos. De los tres primeros sospechosos interrogados, aun queriendo obtener respuestas, habíamos terminado teniendo más preguntas.

— Es hora de hablar con el patriarca de la familia —explicó.




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