Talavera. La herencia envenenada

VIII

El pasillo hasta entrar en la sala adyacente a la zona del padre de la familia cambió sutilmente. Si hasta ese momento había sido blanco y estandarizado, el paso por la zona más antigua de la casa principal de la finca se volvía más humilde. De acuerdo con el cambio del estilo, los muebles y el resto de los detalles que pude apreciar, aquella zona debía de ser la que originalmente fue construida, dando por hecho que lo anteriormente visitado habían sido reformas posteriores. La puerta ante la que nos detuvimos era centenaria, por decir poco. Se sostenía gracias a unos goznes pesados y llamativos.

El inspector llamó a la puerta con fuerza, y el sonido que produjo fue el más leve que yo había escuchado nunca. ¿De qué tipo de madera estaría hecha aquella puerta?

Un hombre, cuyas arrugas envejecían su rostro, abrió la puerta de sopetón. Era de la misma altura que el inspector y, a pesar de lo que creía, se mantenía bastante erguido. Yo mismo había podido ver como mi padre había ido encorvándose con la edad, y era menor que el patriarca Talavera.

— Pasen —dijo—, sin miedo. Me marchaba a solucionar una urgencia... pero no importa. Pasen al cuarto que hay más adelante, allí encontraréis a mi hijo chico. Llamaré a Santiago, ¡ah, ahí estás! —La viva imagen de Alejandro Talavera apareció por la puerta señalada por el anciano—. Atiéndelos tú mientras ayudo al capataz.

Cuando pasó por nuestro lado iba pidiendo disculpas aceleradas. La impresión que me dio fue de fuerza y vitalidad. A pesar de contar con los sesenta y cuatro años recién cumplidos y tres nietos a la espalda, aquel hombre tenía un porte imponente y energía de sobra.

Santiago Talavera nos miraba con interés, pero no más del que él despertaba en mí. La primera y única vez que vi a Alejandro Talavera fue tres años atrás. En el garito de luces bajas, colores fluorescentes y en la lejanía. A pesar de todos esos factores que limitaban mi visión, pude verlo perfectamente. Alto y de pelo moreno ondulado. Sus ojos azules eran penetrantes, unidos a la blancura de sus dientes que se dejaba ver por su sonrisa cálida. Sus pómulos elevados podían haber sido mi envidia perfectamente. De espalda ancha y curtida, piernas fuertes para sostenerle y manos fuertes. Todos esos atributos se replicaban en Santiago, y si me hubieran dicho que ambos hermanos eran gemelos, lo hubiera creído sin pestañear.

— Disculpen a mi padre, siempre tiene algo que hacer. Ni la muerte de mi hermano haría cambiar su agenda.

— No importa —le dijo el inspector—. Solo queríamos hacerle algunas preguntas.

— Por supuesto.

— Queríamos que nos contara que sucedió la noche en la que su hermano murió.

— No creo que pueda añadir nada nuevo a lo que sin duda ya le habrán contado otros miembros de mi familia.

— De todos modos, nos gustaría escuchar lo que tenga que decir.

— Era el cumpleaños de mi padre y nos reuníamos en la sala grande de la primera planta. Alejandro sacó la sidra y estuvimos brindando por mi padre. Aunque a él no le gustaba la sidra, él es más de vino, conseguimos que bebiera un par de copas con nosotros. Cuando mis hermanos se animaron a cantar, todos seguimos dando palmas o dando algunos pasos. Sin duda, fue una celebración como otras tantas que se han vivido en esta casa. Todavía recuerdo la fiesta por el matrimonio de Alejandro, fue épica.

— ¿Habla de la boda de Alejandro con Elena Iglesias?

— No, disculpe la confusión. Me refería a su primera boda —aclaró—. Es verdad que Beatriz era muy jovencita, como todos, pero esa boda unió a dos de las familias más importantes de Andalucía. A mi parecer es el equivalente a que se uniera la familia real con el ducado de Alba.

— ¿Puede contarme algo más de la fiesta de su padre?

— Bebíamos, disfrutábamos e incluso contábamos algunos chistes. Pero la fiesta no estaba en todos. Mi cuñada Elena, a quien no le gustaba mezclarse mucho con nosotros, a pesar de vivir en la misma casa, armó un escándalo. No sé si fue premeditado o surgió en el momento, pero la inquina que le tiene a Beatriz es vieja. El caso es que se quejó de su presencia, a pesar de saber que ella había vivido en esta casa mucho más tiempo del que ella había estado. Y el cruce de acusaciones, insultos y vejaciones comenzó, haciendo que todo el mundo tomara partido. A nadie le interesaba aguarle la fiesta a mi padre y, aun así, Alejandro tuvo que apartarse con ella para pedirle que se tranquilizara.

— Según su hermano Andrés, mientras Alejandro hablaba con su esposa en otra estancia, también lo hacían discutiendo acaloradamente.

— Bueno, sí quiere decirlo así, supongo que podría ser cierto. Aunque yo no lo describiría como una discusión acalorada, lo llamaría más una pelea a gritos. Mi hermano era de temperamento calmado, pero cuando tomaba decisiones era fuerte e imponente. Así que no me extrañaría que Elena lo sacara de sus casillas, ella es muy dada a eso.

— ¿Está diciendo que las discusiones entre su hermano y su mujer eran muy frecuentes?

— Si, todos los días discutían por algo. Si hago buena memoria, diría que discuten desde antes de estar casados. Dicen que las peleas son buenas en una pareja.

— Eso dice el dicho popular, pero si tras una de ellas uno muere, ya no es tan bueno.

— Exagera inspector, su muerte fue accidental.

— Las últimas averiguaciones y descubrimientos han hallado que el cinturón de seguridad estaba cortado sospechosamente.

— ¿Qué? Imposible.

— Es cierto, yo mismo fui a asegurarme de que aquel cinturón había sido cortado con premeditación. Las pruebas no mienten.

Santiago Talavera se quedó unos minutos pensando, y mientras vi como el inspector anotaba algo en un pequeño cuaderno que guardaba en su chaqueta. Me sorprendió que decidiera en este mismo momento tomar notas. ¿Acaso no había tenido tiempo antes?

Cuando Santiago fue a hablar, esta vez lo hizo con los ojos brillantes por la emoción.




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