Talavera. La herencia envenenada

X

Sonia salió a nuestro paso con el gesto demudado.

— Sonia, ¿qué ocurre? —me acerqué a ella preocupado.

— Daniel, no tenía que haber venido. No tendría que haber salido de Madrid ni, aunque ardiera hasta los cimientos. Esta casa es agobiante y para colmo, el abogado no llegará hasta esta tarde. No sé qué hago aquí.

— ¿Quieres que entre y llame a un taxi?

— No, llamaré yo. Es que estar aquí hace que note aún más la ausencia de Alejandro.

La vi marchar apenado, y observándome el inspector, preguntó:

— Todavía no sé qué pinta ella en la herencia de Alejandro Talavera.

— Yo tampoco, pero parece que esta tarde nos vamos a enterar.

Seguimos andando hasta llegar al patio, iluminado con el poco sol que se podía disfrutar en aquel día de diciembre. Allí, sentados en el suelo sobre una manta estaban Pedro Iglesias y dos chavales, que serían los hijos de Beatriz. Parecía que el adulto les estaba leyendo un cuento a los pequeños, pues estos le prestaban verdadera atención.

Él, al vernos, se puso nervioso. Hizo un ademán de incorporarse, pero cambió de idea para permanecer sentado. Los niños, alertados por su expresión corporal, se giraron para ver quien venía. Ellos apenas cambiaron su gesto. Pude apreciar que el hijo mayor, enrique, era muy parecido a su madre. No tendría más que unos diez años, y el cabello cortado a cazo se le metía entre los ojos, por lo que estaba continuamente apartándoselo con la mano. El pequeño, en cambio, era una copia de su padre. Joaquín era más delgado y menudo, quizás unos tres años menor que su hermano, y poseía unos cautivadores y grandes ojos azules.

— Buenas —saludó el inspector—. Señor Iglesias, nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas.

— ¿Es por lo de la muerte de mi padre? —preguntó Enrique, el hijo mayor.

— Niños, podríais entrar dentro a la casa. He visto que la sirvienta estaba preparando galletas.

Los niños se levantaron del suelo como dos resortes y corrieron hasta la puerta principal de la casa en busca de esas galletas. Ni siquiera me molesté en preguntarle a Baeza de dónde había sacado tal información, lo había usado como artimaña para podernos quedar a solas con el cuñado de Alejandro Talavera.

— Nos preguntábamos si usted podría contarnos algo acerca de la muerte del señor Talavera.

— Emm, sé bien poco, la verdad ­—retorcía sus manos de manera nerviosa—. Esa noche, durante la celebración del cumpleaños de don Jaime yo estaba en mi cuarto, con mi madre.

— ¿Por qué no acudieron a celebrar con el resto?

— Verá, señor agente, el caso es que yo me encontraba algo pachucho. Sé que cuando hacen fiestas suelen ser hasta la madrugada y no me sentía con ánimo de involucrarme.

— ¿Su madre también se encontraba mal?

— No, ella solo cuidaba del pequeño Álvaro. Pero decidió que se quedaría conmigo para que no estuviéramos ninguno solo.

— Ya veo —valoró el inspector-. ¿Qué tipo de relación tenía con el fallecido?

— No éramos grandes amigos, pero nos tratábamos cordialmente. Él nos dio cobijo en su casa y un lugar en la familia, siempre le estaré agradecido por ello. Además, gracias a él tengo un hermoso sobrino.

— El caso es que se ha hallado que el cinturón de seguridad del vehículo del fallecido estaba manipulado. Alguien lo cortó adrede.

— ¿Qué? ¡Eso es imposible!

Su gesto había demudado de nervioso a sorprendido y, desde mi humilde opinión, sus emociones y gestos parecían genuinos.

— No, no lo es. Lo he comprobado personalmente.

— Me deja helado, no tenía ni idea. Eso es horrible...

— ¿Usted tiene alguna sospecha de quién podría haberlo hecho?

— No, no conozco a nadie con tanta maldad.

— ¿Cree que alguien tenía algún motivo para hacerlo?

— Bueno, nada concluyente y que le pueda ayudar.

— A ver, explíquese —le pidió el inspector.

— Emm... Todos saben que Santiago es un poco irascible, o al menos lo era. No sé si hubiera podido ser capaz tras un arrebato.

— ¿Eso piensa?

— No realmente, pero si me pone contra la espada y la pared, eso es lo único que se me ocurre.

— Yo no diría tanto, parece que lo ha dicho por algún tipo de aversión hacia Santiago Talavera.

— No es aversión, pero él goza de una carrera fructífera dentro del mal genio y el descontrol. Solo apuntaba en su dirección por si acaso, nunca se sabe.

— Muchas gracias por contestar a mis preguntas.

— De nada.

Alejándonos de allí, sentí una desazón. Todo el mundo parecía sospechoso y culpable a la vez, así era imposible sacar la verdad a la luz.

— ¿Qué opina usted?

— Opino que hemos dejado que se acusen unos a otros, con motivo o sin él, y ahora el culpable se oculta entre todas estas intrigas.

— ¿No cree que uno sea más culpable que otro?

— De primeras me resulta difícil decirlo, como usted dijo antes, esto está complicado.

 




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