Talavera. La herencia envenenada

XIV

La única taberna que encontramos abierta y que también servía comida a esas horas de la tarde fue Flamenco. Era una pequeña cantina tradicional, con barriles de madera como mesas y taburetes de metal antiguo, perfectamente tratados. La sensación de historia en aquel ambiente era un añadido, como si en sus mesas hubieran tomado café Murillo o Velázquez.

Sonia y yo nos sentamos en una mesa interior. El frío de diciembre estaba haciendo que se me congelaran los dedos. Llamamos a uno de los camareros y pregunté por la carta de tapas, pedí varias y encargué la copa solicitada por mi prima. Mientras el camarero se iba, le pregunté:

— ¿Me vas a contar ya lo que ha ocurrido?

— ¿Por qué no esperamos a la copa? —dijo ella, queriendo desviar el tema.

— No, vas a contármelo ya.

Viendo que no cedería, ella comenzó su relato:

— Nunca te he contado como fue la relación que mantuve con Alejandro —interesado, la miré. Pensaba que tardaría mucho más en contármelo—. Esa noche, tu despedida de Madrid, lo conocí en el garito. Ya lo había visto un par de veces en noticias en la prensa y verlo de cerca me hizo temblar las piernas. Era un hombre alto, atractivo... De ojos azules hermosísimos y con una presencia que no pasaba desapercibida.

— Tome, su copa —dijo el camarero al dejar su vaso de whisky ante ella.

— Gracias —Bebió un par de sorbos cortos, como para coger valentía y prosiguió—. Me gustó de inmediato. Era inteligente, con gran audacia y muy seductor. Dicen que las mujeres deciden a los tres minutos de conocer a alguien si van a tener sexo con esa persona, yo lo decidí en el primer segundo.

— Parece el tipo de tío del que todo el mundo quiere rodearse.

— Lo era. Todo el mundo lo miraba a él, estaba pendiente de sus movimientos y querría ser la diana de sus dardos. Pero él solo se fijó en mí, ¡qué afortunada!

— Pues sí, era un hombre de muchas texturas.

— Lo era, pero se abrió a mí sin reservas. Lo supe todo de él en los días posteriores de nuestro primer encuentro, su matrimonio fallido, sus dos hijos, su empresa y su poder... Si la prensa nos hubiera captado, me hubieran llamado busca fortunas, que es como llaman a Elena Iglesias. Vivimos nuestro amor apartados y felices.

— Si fue así —pregunté­—: ¿por qué lo dejasteis?

— Para los dos era duro la distancia. Yo en Madrid y él en Sevilla. Solía visitar la capital por negocios, pero cuando no podía era un infierno. Por eso rompimos. Por eso y por la amenaza de que nos descubrieran.

— Qué triste, debería de haberlo hecho público y haberte dado tu lugar.

— ¿Por qué? Yo era y soy miembro de un oficio muy mal visto. Soy cantante de ópera y también hubiera visto mermado mis fechas de conciertos. Para los dos era un tema peliagudo y, de mutuo acuerdo, lo dejamos.

Volvió a beber de su copa, esta vez, un trago bien largo y profundo. Justo en ese momento, el camarero trajo mi pedido. Rápidamente, me ocupé de llenar el estómago mientras Sonia se perdía entre sus recuerdos. Tras tragar el primer mordisco, le pregunté:

— Eso no hizo que te olvidaras de él.

— No, no lo hizo. Puede que nunca me olvide del todo. Nunca he conocido a nadie como él, y eso me apena. ¿Podré volver a amar tan profundamente?

— ¿Cómo? —pregunté extrañado—. ¿No has vuelto a tener ningún amante en estos tres años?

— Amantes sí, pero una ilusión como la que viví con Alejandro no.

— Bueno, eso es cosa de ensayo y error.

— Lo sé, pero fue algo que me ha dejado muy marcada.

Vi en sus ojos que aquello iba más allá de si Alejandro fue muy importante o de si no volvería a sentir algo así. Era el miedo de volverse a arriesgar por otra persona sin saber si sería verdadero. Ese temor lo teníamos todos, pero más tarde o más temprano, lo rompíamos por alguien. Y estaba seguro de que ella volvería a amar.

Puse mi mano sobre la suya, olvidando mi comida y la irrefrenable hambre que sentía y le dije:

— Tú eres buena, considerada y amable. Toda una belleza, la mejor en tu profesión y una mujer difícil de olvidar. Sé que es difícil amar, porque yo también tengo ese miedo. Cuando conoces a alguien, no sabes qué papel puede tener en tu vida, y, sin embargo, los dejas entrar, esperando que sea para bien. Nunca has sido de las que te achantas ante el peligro. Se que eres capaz de todo cuando te lo propones, solo tienes que esperar a estar lista para sanar de una relación así. No dudes de que habrá otros después, siempre has sido de las que le gusta tener una larga —dije alargando la palabra pícaramente— lista de amantes, y de que habrá otros por venir. Puede que llegue alguien que te cambie los esquemas y con el que te apetezca sobrepasar ese muro que tú te impones. No lo dudo, lo harás.

— Pero es tan difícil...

— Lo sé, pero vas a poder.

— Gracias.

— ¿Por qué?

— Por escucharme y por decirme lo que necesitaba oír.

— ¿Y qué era lo que necesitabas oír?

— Que todavía hay esperanza —dijo con una sonrisa.

Mi almuerzo y su copa acabaron a casi las seis de la tarde. Para entonces, los nervios de volver a esa casa que Sonia me había expresado, se habrían diluido con el whisky. Así que mientras le hacíamos un alto a un taxi para volver al hotel, le pregunté despreocupadamente por su reacción a aquella casa.

— He sido una estúpida presentándome allí sin el abogado que leería el testamento. Creí que estar en aquella casa me acercaría a Alejandro. Pensé que si caminaba por las habitaciones donde él había respirado, sentido y amado, le sentiría de alguna forma.

— ¿Y lo has conseguido?

— No. Allí no hay ni pizca de Alejandro.

Un taxi paró delante de nosotros, y abrí su puerta trasera para que mi prima entrara antes que yo. Tras sentarme y cerrar, dimos la dirección de nuestro hotel.

— ¿Y bien? —pregunté para que Sonia se explicara.




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