Cuando volvíamos a atravesar el camino de tierra de la finca Los Olivos hasta la casa por segunda vez en el mismo día, me di cuenta de la enormidad de la finca. Apenas si podía calcular el tamaño a ojo, pues la línea del horizonte todavía prometía más terreno.
Mientras accedíamos al perímetro adyacente a la casa, un crujido tras varios arbustos nos alertó. Sonia y yo nos giramos sorprendidos, y vimos a los dos niños jugando tras de él.
— ¡Hola, niños! —dije queriendo ser agradecido, pues habían sido de ayuda.
Ambos niños me miraron y corrieron en dirección opuesta, desapareciendo tras la casa. Me acerqué dos pasos y paré, miré a Sonia y le dije:
— Espérame aquí, vuelvo en un minuto.
Corrí hasta llegar al costado de la casa por el que los había visto desaparecer. Los vi sentados en un banco de madera antiguo. Por el color yo diría que ese banco había estado ahí desde antes de que nacieran.
— He vuelto otra vez —anuncié, pese a lo torpe que me sentía. Apenas si tenía experiencia tratando con niños y ahí estaba, intentando congraciarme con ellos.
Ambos me ignoraron sin mirarme, parecían enfadados. Sin tener ni idea de por qué lo estaban, decidí probar con un tema más neutral.
— ¿A qué estabais jugando?
Esta vez, conseguí que Joaquín contestara de forma parca.
— A los soldados.
Me fijé que entre sus manos había pequeñas figuras de soldados sosteniendo armas, mirando a través de unos prismáticos...
— Qué bien —dije—. ¿Y quién va ganando?
— No va ganando nadie —dijo el mayor, algo más enfadado.
— ¿Por qué no me habéis contestado antes cuando os he saludado?
— Porque no quise —me contestó Enrique.
— ¿Y por qué no?
Enrique le puso a su hermano los soldados que sostenía entre las manos, y mirándome, me dijo:
— Fuiste a la policía a contar lo que te dije.
— ¡Ah! Quieres decir sobre...
— Sobre tío Santi.
— Pero no te preocupes —le dije, tratando de que no se sintiera culpable por lo que me confesó—. Él se encuentra bien y no le va a ocurrir nada malo.
— Yo no me estoy preocupando por él. Eres un chivato —dijo ofendido—. Te conté un secreto y lo tenías que haber guardado.
— Enrique, toda información es buena para resolver la muerte de tu padre, ¿o acaso no quieres eso?
— Si lo quiero, pero no si desvelas mis secretos.
Consciente de la inmadurez del chiquillo y, sin querer ofenderlo más, le dije:
— Te prometo que no volveré a desvelar un secreto que me cuentes, ¿vale? —Automáticamente le tendí mi dedo meñique como solía hacer de crío al hacer promesas.
Pensé que no conocía ese gesto o que no quería anudar su dedo al mío aceptándola, pero al final cedió y lo anudó al mío. Así mi promesa quedó sellada.
— Ahora me marcho, debo entrar a la casa.
Me alejé de los niños de vuelta a la puerta principal, donde Sonia me esperaba.
— ¿He tardado mucho? —le pregunté.
— No, casi nada.
Sabía, por lo que me acababa de contar, que aquella casa era difícil para ella. Haberla dejado sola antes de entrar, esperaba, no había supuesto mucho para ella.
— ¿Estás preparada?
— No lo sé, pero hay que hacerlo.
Juntos entramos en aquella casa unidos.
Al parecer, el silencio que había predominado en la casa esa mañana había cambiado ahora. Se escuchaba a la gente conversar con nerviosismo. Tal vez la apertura de la caja de caudales estaba produciendo aquella reacción.
En el vestíbulo y apenas avanzando por el pasillo, Sonia y yo nos encontramos con Jaime Talavera, el cual andaba rápido y decidido.
— Buenas tardes —le dije.
Se detuvo con sorpresa y nos miró.
— Hola —nos dijo—. Y ella, ¿quién es? —preguntó algo acelerado.
— Ella es Sonia, una de las dos personas que han recibido la carta de Sebastián Martínez.
— Ah, encantado —dijo alargando su mano.
— Igualmente —dijo ella, estrechándosela.
— Disculpe, pero tengo que hablar con mi familia. Ha llamado el inspector por unas pruebas recientes que han llegado hasta su despacho.
Excitado por aquella nueva información, le pregunté:
— En ese caso, ¿le importaría que me encontrara presente cuando se lo comunicara?
— Emm, no. Por supuesto que no, venga conmigo.
Me separé de Sonia mientras seguía al patriarca de la familia. Creí que unos minutos sola no le afectarían mucho, y me alejé de ella.
Cuando Jaime y yo entramos en el salón, todos estaban allí, los Talavera, Herrera e Iglesias. A ninguno se le escapó el gesto de Jaime, que venía cargado de noticias para todos.
Centrados en el salón, sentados en un sofá, se podía ver a los Talavera. Santiago estaba sentado en una esquina con una taza en la mano. Mantenía la espalda recta sin apoyarla sobre el sofá mullido y de color ocre. Su aspecto era de cansancio. Y no me sorprendía. Su visita a comisaría le habría dejado alguna secuela, al menos mental. A su lado, Andrés cruzaba las piernas a la altura de los tobillos. Al parecer, más relajado, sostenía un periódico abierto entre las manos. Por su postura, pensaría que estaba más que habituado a toda aquella tensión. La tercera del sofá era Ángela, la pequeña. Esta se sentaba en el borde del cojín, nerviosa. Los hombros tensos, los ojos hundidos y el gesto serio. Daba la sensación de que estuviera a punto de saltar al sonido de un claxon.
A la izquierda de los Talavera estaban los Iglesias. Bajo la ventana que dejaba ver las vistas de la inmensa finca estaba Elena Iglesias, sentada en un butacón con orejeras. La luz proyectaba el color natural de su cabello, que era negro. Desde mi posición, podía haber pensado que se podía haber tratado de seda. Sus ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando, me sugirieron que era más emocional de lo que había podido intuir durante el interrogatorio. A su izquierda, Pedro se mantenía de pie. Era como ver un cuadro de finales de siglo XIX, donde se estuviera posando para un retrato familiar. Se estrujaba las manos con nerviosismo. A la derecha de la hija estaba la madre, Carmen. Apenas si había podido fijarse en ella la primera vez que la había visto. De semblante adusto, que no invitaba al trato, se mantenía rígida sentada en una silla de madera. Me pregunté si no había sido ella la causante de que sus hijos evitaran socializar con el resto.
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Editado: 09.10.2021