Talavera. La herencia envenenada

XVII

Cuando pude acompañar a Sonia a la puerta a que le diera el aire por la impresión, vi como el inspector Baeza se dirigía hacia nosotros.

— ¿Se ha leído ya el testamento?

— Sí —le contesté escueto.

— ¿Ha podido escuchar algo interesante?

Cavilé durante unos segundos su pregunta mientras sostenía a mi prima.

— Sí es interesante. A las mujeres con las que se casó no les ha dejado nada en propiedad, solo usufructos sobre las fincas, es todo para los hijos.

— Entiendo... —dijo él, pasándose una mano por el pelo—. Creí que encontraría en el testamento alguna pista o motivo.

— Y las hay, no lo dude.

Se despidió de nosotros para ver por sí mismo el documento, mientras Sonia, en shock, se mantenía a mi lado. Unos minutos más tarde, la noticia empezó a hacerle efecto. Primero me miró anonadada sin poder hablar, luego pronunciaba cosas sin sentido y finalmente me dijo:

— ¡Oh, Dios mío! ¡Él me quiso de verdad!

— Por supuesto que lo hizo.

— Él me quería y me hubiera pedido la mano, ¡oh Dios!

Si ya había sido para ella demasiado triste la noticia de la muerte de Alejandro, ahora sabiendo su gesto, era todavía peor.

— Nunca pensé que lo nuestro fuera tan importante para él —dijo más calmada—. Creía que era yo sola la que me monté castillos en el aire. ¡Qué tonta he sido!

— No lo has sido. Que él te quería de verdad, no hay dudas.

— No sé qué pensar.

Mientras Sonia iba recomponiéndose, escuché gritos en el interior de la casa. Se veía claro que la cosa se estaba poniendo del color del fuego ahí dentro, y más con la llegada de Baeza.

— Disculpen —nos dijo uno de los subalternos de Baeza—. Deben de entrar a la casa, el inspector tiene que detallar los resultados de las últimas pruebas encontradas.

Sin duda había venido a contar los pormenores del test toxicológico realizado recientemente al cadáver. Paso a paso conseguí que se dirigiera hacia la casa. Pese a que no tenía fuerzas, notaba que ponía resistencia para entrar, pero eso no me detuvo de volver a meterla en aquella jaula de locos.

— Disculpen la intrusión —oí decir a Baeza, intentando que la familia se calmara.

— ¡Esto es indignante!

— Señora Iglesias, no puede usted abandonar la sala hasta que no haya dicho lo que he venido a decir. Casi estamos solos, falta... ¡Ah! —dijo al vernos entrar.

Tras nosotros, su subalterno cerró la puerta de la sala y mi prima y yo volvimos a sentarnos.

— Pues bien, las últimas pruebas que se han hallado tras examinar el cadáver con más detenimiento han sido esclarecedoras. Tal y como le he contado a don Jaime en mi llamada, se ha encontrado en la sangre de Alejandro Talavera un compuesto químico venenoso que le produjo hemorragias internas. Eso no lo mató, pues él murió en el impacto del vehículo tras salir despedido de él, sino que produjo que Alejandro perdiera el control y se saliera de la carretera.

— Por favor, no siga dando detalles —pidió Andrés Talavera—. ¿No ve que se encuentra frente a mujeres?

La creencia de que por ser mujer eras más débil o sensible era algo que todos pensábamos. El ejemplo lo tenía en mi prima Sonia, quien se había desmoronado por culpa del anillo y de la declaración de Alejandro.

— Discúlpenme, pero es preciso que sea detallado.

Desde donde me encontraba, tanto Elena como Beatriz se veían superadas por los acontecimientos. Ambas conservaban un rictus difícil de explicar, ¿sería debido a las circunstancias de la muerte de Alejandro o por el testamento? Ángela era la que peor se encontraba.

— Y eso, ¿cómo hemos de interpretarlo? —Jaime preguntaba, absorto.

— Alejandro fue envenenado con el único propósito de ser asesinado. Y hubiera muerto desangrado, con dolores agonizantes, si no hubiera sido manipulado su cinturón de seguridad.

— Exactamente, ¿qué está diciendo? —volvió a preguntar.

— Estoy diciendo que puede que ya no sea una persona la culpable de la muerte de Alejandro, sino dos.

— ¡No me lo puedo creer! —dijo Ángela, patidifusa.

— ¿Cuál es el químico que han encontrado?

La pregunta de Santiago Talavera nos la estábamos haciendo todos a la vez, pero él fue el único que la pronunció.

— Se han encontrado treinta gramos de sulfato de talio encapsulados en el cuerpo del fallecido.

— ¡Háblenos en cristiano! —pidió Santiago.

— El sulfato de talio es un componente del polvo que se utiliza de matarratas por muchas empresas. Su consumo produce hemorragias internas, y debido a que es un tipo de trauma que puede ser asintomático durante las primeras cinco horas tras su ingesta. Por lo tanto, puedo asegurar que su ingesta se produjo en el mismo día de su fallecimiento.

— ¿Qué está diciendo? ¿Mi hermano fue envenenado con matarratas? ¡Por Dios!

— La dosis capaz de matar a un humano medio es de diez a quince miligramos por kilo, y en Alejandro se ha encontrado mucho más que eso.

— ¡Salvajes! ¿Quién ha osado matar a mi hijo? ¡Confesad!

El silencio envolvió las palabras de Jaime Talavera, nadie se atrevió a toser ni siquiera. Nos mirábamos los unos a los otros sin saber muy bien que decir. Baeza rompió el silencio por todos nosotros, diciendo:

— ¿Tomaba Alejandro algún medicamento? —Todos se miraban los unos a los otros, pero sin decir nada—. Puede que no fuera ningún medicamento, tal vez alguna píldora para ayudarlo a dormir...

— Usaba unas píldoras naturales de valeriana para descansar mejor —dijo Elena Iglesias—. Pero llevaba tomándolas desde hacía años...

— Pudieron ser varias píldoras en el mismo día, y su ingesta fue el camuflaje perfecto para el asesino.

El silencio volvió a predominar en el salón. Aquellas noticias eran alarmantes para todos, no solo había un asesino, si no que estaba oculto bajo la falsa apariencia de un familiar.




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