Talavera. La herencia envenenada

XVIII

Debido a la inclusión de Sonia en el testamento, el inspector consideró que era hora de que fuera interrogada. No se me permitió estar presente debido al lazo que me unía a ella y a que ella no pidió la presencia de un abogado. Caminé unos pasos hacia la derecha e izquierda en uno de los pasillos, nervioso. Sabía que la asistencia de mi prima en ese testamento le haría, en algún momento, ser el foco de atención de la familia y de la investigación.

Escuché la puerta del salón cerrarse tras de mí, alguien había salido. Me giré con curiosidad y vi a Celia Gómez. Ella me miró sorprendida y me dijo:

— Vaya familia.

Sin saber muy bien a que se refería, guardé silencio. Vi que se encendía un cigarro sacado de su bolso y me ofreció uno, decliné.

— Si algo detestaba Alejandro era esto.

— ¿El qué? —pregunté interesado.

— Este tipo de reuniones de puñales por la espalda.

— ¿A qué se refiere?

Me miró como si no entendiera mi pregunta o dándome por imbécil del todo.

— Para Alejandro este tipo de historias era una contrariedad. No me malinterprete, él era plenamente consciente de que había gente en su familia con sus propias ideas —Dio una calada honda al cigarro, apurando al máximo, y tras soltar el humo, dijo­—: Disculpe, es que necesitaba fumar, estaba empezando a tener ansiedad ahí dentro.

— No importa.

— Alejandro no permitía este tipo de teatrillos. Para él no existía el drama.

Callé porque no sabía como proceder con aquella mujer. ¿De qué conocía a Alejandro? ¿Qué papel pintaba en su vida? A pesar de ser una ayuda en la investigación, no tenía ni idea de como sonsacarle información para el caso.

— Pregúntelo —me dijo—. No he venido hasta aquí por lo que él me hubiera dejado como última voluntad, si no para saber qué había ocurrido. Así que no se haga el tímido.

Viendo la manera de ir al grano que tenía aquella mujer, me sentí autorizado para preguntar.

— ¿De qué conocía usted a Alejandro?

— Dios mío, cuanta educación. Puede tratarme de tú.

— De acuerdo —dije, y reformulé la pregunta—. ¿De qué conocías Alejandro?

— Era difícil no hacerlo. Aquí en Sevilla era muy conocido —Volvió a inhalar de su cigarro—. El caso es que, a pesar de lo que el resto de su familia puede estar pensando en este momento, yo y él no éramos amantes.

— Ni siquiera he dado por hecho que...

— En el interior si lo hacía, y no se lo reprocho. Pero no lo éramos.

Los niños entraron de la calle riendo. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que, a pesar de haber tres niños en la casa, no se les había oído ser niños, o al menos, lo que yo entendía por ser niño.

Cuando nos vieron en el pasillo callaron, volvieron a la seriedad a la que me tenían acostumbrado. No me pasó desapercibida la mirada que le dedicaron a Celia, como si no les cayera bien.

— Es una barbaridad como se parece a su padre el pequeño —dijo, una vez que los niños se perdieron en la casa.

— Si, cuando sea adulto será la viva imagen de su padre.

Volvió a fumar de su cigarro, como si el único sostén fuera el humo.

— Yo apenas era nada más que una gitanilla cuando nos vimos por primera vez. Ni siquiera era capaz de evitar el ceceo típico de la zona, y mucho menos mi tendencia natural hacia mi cultura. A ojos vista resalta que soy gitana.

No hacía falta que ella lo mencionara, era algo que como ella misma había dicho, saltaba a la vista.

— Alejandro era un hombre magnífico, ¿sabe? Me vio como lo que era, una mujer sin muchos recursos, pero con viveza. Él me ayudó a ser lo que soy ahora.

— ¿Y qué es lo que es ahora?

— Soy una mujer hecha a mí misma. He salido de los barracones y de la miseria para poder trabajar de manera respetable. Alejandro fue mi mecenas, me procuró una educación y un futuro.

Que extraña visión. Cuando aquella mujer empoderada había entrado en el salón hacía unas horas había jurado que su entrada pertenecía a la del amante oficial de Alejandro.

— Sé que mi entrada en la casa ha sido de manera orgullosa, como si pensara que el suelo que piso me perteneciera, pero no es así. Soy humilde y sé reconocer quien me ha ayudado y reconocerle el mérito, no soy una desagradecida. Por eso he venido, por respeto.

— ¿Sabías que Alejandro iba a darte ese puesto en su empresa?

— Sabía que quería meterme en la empresa, era como su último movimiento tras ayudarme tanto. Nunca llegó a decirme en qué lugar, puede que le resultara muy difícil hacerlo sin levantar ampollas en su familia.

— Coincidirás conmigo en que es muy extraño su testamento.

— No tanto si lo hubieras conocido como yo. Alejandro era del tipo de personas que, aunque tuviera mucho, no hacía idiotas a los demás. Él sabía que solo conseguiría que su familia espabilara si dejaba de obtener el dinero sin ganárselo.

Sin quererlo, me sentí identificado con aquella mujer.

Cuando vi a Baeza salir, me pregunté que era lo que habían hablado y de si eso sería concluyente para la investigación. Por supuesto sabía que Sonia no era culpable ni de su envenenamiento ni del cortado del cinturón de seguridad. Ella vive en Madrid y se encontraba allí cuando todo sucedió.

— ¡Ah! Señora Gómez, me gustaría hablar unos minutos con usted.

— Desde luego —respondió ella.

Ambos se alejaron por el pasillo.

Cuando el inspector me encontró fuera de la casa, se acercó a mí. La noche ya había empezado a extender su manto de oscuridad, pero todavía se podía ver algo gracias a la leve iluminación procurada por las ventanas de la casa.

— El asunto se ha vuelto turbio y más difícil.

— Es cierto —me dijo él—. Cualquiera de los que están dentro, exceptuando a Sonia Bravo y a Celia Gómez, tenían la oportunidad y el motivo para hacerlo. El asesino está ahí dentro y no sé quién es.

— Tal vez haga falta hacer un repaso exhaustivo.




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