Talavera. La herencia envenenada

XXI

Celia fue traída hacia la finca Los Olivos en uno de los vehículos de la policía. La ayudaron a bajar del coche y la depositaron sobre una silla de ruedas. Una de sus piernas estaba escayolada y se mantenía recta sobre el reposapiés de su silla. Baeza la condujo a través del camino de tierra y para cuando llegaron a la casa, yo ya me había adelantado para saludarlos.

Celia tenía la cabeza vendada y su aspecto distaba de la enormidad del día anterior. Sin duda, toda la energía que ella había proyectado, había sido sustituida por la humanidad de quien está convaleciente.

— Me alegro de verla, señora Gómez.

— Yo no —dijo algo seca—. Esperaba no tener que volver a esta fría casa nunca más, pero el inspector ha insistido.

— Es necesario que me explique in situ la caída.

El inspector aguantaba las riendas de la silla y de la paciencia. Me imaginé que el viaje hasta aquí desde el hospital no había sido nada placentero.

— Que poco tacto. ¡Casi he sido asesinada aquí!

— No será más que unos minutos, luego regresará al hospital para que se cure. Se lo prometo.

— Más le vale que diga la verdad.

Ayudé a Baeza a cargar a Celia en su silla para que accediera a la casa. Ya dentro, Celia explicó lo que sin duda ya había mencionado en el resto de las ocasiones.

— Subí porque tenía curiosidad. Sabía que allí arriba estaba la habitación de Alejandro, y pensé que ahí arriba respiraría algo de él, ya que en el resto de la casa no lo sentía —Me di cuenta de que Sonia había hecho, más o menos, el mismo comentario—. Pero a mitad de camino, me arrepentí.

— ¿Por qué se arrepintió?

— Alejandro no era un hombre que admitía ese tipo de comportamiento. Me di cuenta de que, si curioseaba, sería como no guardar el debido respeto a su memoria. Así que me di la vuelta.

— Y ahí es cuando alguien la empujó.

— Sí. Noté dos manos que me empujaban y caí —relató—. Choqué con varios escalones y me golpeé en la cabeza, nublándoseme la vista. Hubiera querido mirar hacia arriba para poder ver quien había sido, pero se me apagó la conciencia.

Tras el relato de la señora Gómez, Baeza volvió a llevársela hacia el hospital. Sin duda, aquel viaje había supuesto una incomodidad para ella. Con la cabeza aún vendada y una pierna en curación, no era la persona más útil para ese tipo de requerimientos, pero era una testigo de oro.

Volví a mirar a la planta superior, ahora en la oscuridad, siendo consciente de que el asesino aprovechaba las sombras para ocultarse. Me pareció ver un par de ojos mirándome, pero lo achaqué a la incertidumbre que se cernía sobre los habitantes de la casa.

 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.