El silencio en el apartamento después del incidente frente a mis compañeros era un silencio diferente. Ya no era la tensión palpable de la rabia contenida, sino el vacío frío de algo que se ha roto irremediablemente. Alan no dijo nada, se limitó a mirarme con una expresión que no pude descifrar, una mezcla de vergüenza y una rabia sorda que aún latía en sus ojos.
Mis compañeros me habían ayudado a entrar, sus rostros llenos de preocupación y una tristeza silenciosa. No hicieron preguntas, pero sus miradas lo decían todo. Sabían lo que habían visto.
Pasé la noche en el sofá, el cuerpo dolorido y el alma hecha pedazos. No podía conciliar el sueño, el recuerdo del golpe, la humillación de la escena, repitiéndose una y otra vez en mi mente. Escuchaba los movimientos de Alan en la habitación, sus suspiros pesados, pero no hubo ningún intento de acercamiento, ninguna palabra de disculpa.
A la mañana siguiente, me levanté con una determinación fría que no sentía desde hacía mucho tiempo. Miré alrededor del apartamento, este espacio que una vez había sido nuestro hogar, ahora impregnado de dolor y resentimiento. Ya no podía seguir viviendo así, con el miedo constante atenazándome, con la certeza de que cualquier discusión podía terminar en violencia.
Abrí el armario y saqué mi vieja maleta. Mis manos temblaban ligeramente mientras comenzaba a doblar mi ropa, mis posesiones, la escasa parte de mi vida que cabía en ese equipaje. Cada prenda que guardaba era un recordatorio de los sueños que había traído a Moscú, sueños que ahora se sentían lejanos e irrealizables.
Alan apareció en el umbral de la sala, observándome en silencio. Su rostro estaba pálido, con ojeras marcadas.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó finalmente, su voz apenas un susurro.
No dejé de doblar una camiseta. —Me voy.
Su silencio fue denso, cargado de incredulidad.
—¿Te vas? ¿Así sin más?
—¿Cómo esperabas que fuera, Alan? ¿Después de lo de ayer? ¿Después de todo?
Sus ojos se llenaron de una mezcla de rabia y desesperación. —No tienes a dónde ir.
—Encontraré algo —respondí, evitando su mirada. La idea de la incertidumbre me asustaba, pero la perspectiva de quedarme era aún más aterradora.
—Estás cometiendo un error, Lian. Podemos… podemos arreglar esto.
Sus palabras sonaban huecas, sin convicción. Ya no creía en sus promesas, en sus repentinos arrepentimientos que siempre terminaban en más dolor.
—Ya no puedo más, Alan. No puedo seguir viviendo con miedo.
Continué empacando, ignorando su presencia. Sentía su mirada clavada en mi espalda, pesada y acusadora. El aire se cargó de una tensión diferente, una tensión final, la de la despedida inminente.
Cuando terminé, cerré la maleta con un clic que resonó en el silencio. Lo levanté, sintiendo el peso de mi pasado y la incertidumbre de mi futuro en mis manos.
Alan seguía en el mismo sitio, bloqueando la puerta.
—Por favor, Lian… no hagas esto.
Lo miré a los ojos por primera vez en mucho tiempo. Vi el miedo en ellos, pero también la sombra de la ira que siempre terminaba por imponerse.
—Tengo que hacerlo, Alan. Por mí.
Él no se movió. Dudé por un instante, una punzada de duda atravesándome. Pero luego recordé el golpe, la humillación, el miedo constante. Saqué las llaves de nuestro apartamento del bolsillo y las dejé sobre la mesa.
—Aquí tienes.
Él las miró sin recogerlas. Lo rodeé con la maleta, evitando su contacto físico. Al cruzar el umbral de la puerta, no me giré. Sabía que si lo hacía, mi determinación podría flaquear.
Salí al frío aire moscovita, la maleta pesando en mi mano, pero sintiendo una ligereza extraña en el pecho. La nieve había dejado de caer, y un tenue sol intentaba abrirse paso entre las nubes grises. No sabía qué me deparaba el futuro, dónde dormiría esa noche ni qué haría con mi vida. Pero por primera vez en mucho tiempo, sentía una pequeña chispa de esperanza. El eco de las maletas rodando por la acera era el sonido de un nuevo comienzo, un primer paso hacia ese "también mañana" que anhelaba, lejos del dolor y el silencio.
Editado: 03.05.2025