Tan solo un trabajo.

|1| Un día peculiar.

—Sophie... Sophie, hija... ¡Sophia! —gritó mi mamá de repente, tratando de despertarme de un sueño profundo.

Automáticamente me levanté, inclinando mi torso hacia delante como un soldado y, a causa de ello, me golpeé la frente con un trozo de madera que había sobresalido de la litera. Y a pesar de que no estaba del todo consciente, el dolor me había traído a la realidad de un tirón.

Adiós preciosa fantasía utópica en donde tomaba un martini con Liam Hemsworth en El Caribe.

—¡Auch! —solté un quejido por el ardor y cubrí mi frente con una mano—. ¿Mamá, querías despertarme o matarme?

En cuanto despegué mis dedos de la herida, sentí como se agravó el dolor y, al instante, un hilo de sangre recorría mi mejilla.

Le había dicho muchas veces a mi padre que debía arreglar aquella tabla, o directamente comprarme una cama individual, pero lo único que él respondía solía ser: "ten cuidado, luego me encargaré". Y como era sabido, nunca lo hizo.

Mi mamá me regañó, alegando que lo sucedido había sido mi culpa.

Parecía que ella también se había levantado recientemente, ya que aún llevaba puesta su pijama animal print haciendo juego con sus pantuflas con garras. No logré evitar sonreír al verla porque lucía raramente adorable.

Después de levantarme de la cama, me dirigí al baño. Allí, parada frente al espejo, solo pude prestarle atención a mi cabello; estaba tan despeinada que me veía como un león con tal melena enredada y párpados notablemente cansados. Otra línea de sangre corrió por el mismo lugar que la anterior. La señora que me dio a luz hace diecisiete años, me ayudó a limpiar la herida con un trozo de algodón, en donde le había puesto yodo encima para poder cubrir la abertura con un retazo de gasa adherida con cinta. Era pequeña pero se veía horrible, aún así, eso iba a detener el sangrado hasta que se cicatrice por sí sola.

Me ordené el cabello, me lavé el rostro y me había cepillado los dientes. Había logrado también cubrir las ojeras con un  corrector de base a crema. Seguido a mí, mi mamá entró y comenzó a imitar mi acción, sólo que su crema cumplía otra función y ella la utilizaba en todos lados en donde le gustaría corregir alguna imperfección.

—¿Qué haces? —le pregunté desconcertada.

Ella no se inmutó en lo absoluto.

—¿Qué hago con qué? —respondió serena—. Las arrugas no se irán por sí solas.

—No, pero... ¿No deberías estar corriendo, de un lado al otro, para ir a la empresa?

Ella terminó de esparcir la espesa crema por todas sus líneas de expresión. Yo aún seguía adormilada. Había sido mala idea amanecer viendo series hasta las tres de la mañana un lunes.

—Hoy tengo el día libre, no trabajaré —me informó, luego me miró—. Son las ocho de la mañana.

Abrí mis ojos grandemente.

—¿Qué? ¡¿Y por qué no me dijiste antes?! —exclamé, corriendo hacia mi cuarto. Seguía con la misma ropa con la que había cenado, incluso dormí con las zapatillas puestas. Tomé lo esencial, la mochila que no había tocado en cuatro días, el cargador, el celular, las llaves y la billetera; no tenía mucho, pero era algo. 

—Porque no quería tener que llevarte —comentó ella, mientras entraba en su cuarto.

Me puse desodorante y corrí por el pasillo hasta las escaleras. Estaba ofendida. Era la primera vez que no me despertaba sabiendo que me había quedado dormida. Debía entrar a clases a las siete de la mañana. 

—¡Mamá, apúrate! —le grité mientras bajaba por las escaleras—. ¡No puedo creer que no me despertaras!

Pude oír que gritó, advirtiendo que venía detrás de mí. Una vez que ambas entramos en el auto, ella arrancó el auto, pisando el acelerador como si estuviese yendo a buscar la última botella de lima limón que queda en el supermercado o la última mesa libre de la heladería. Ni siquiera se había cambiado, seguía en pijamas. Por lo bajo, la oí refunfuñar.

—Existen un par de cosas en la casa llamados relojes, deberías revisarlos y programarlos la próxima vez —orquestó con mal humor.

Rodeé los ojos mientras recostaba mi cabeza en la ventanilla, e intenté encender mi celular pero estaba muerto. 

—Sabes que nunca entiendo qué es lo que marcan las manecillas. Son del siglo de los dinosaurios.

—¿Y qué hay de los analíticos? 

—No tienen pila —me excusé.

De hecho, había pilas de sobra en el armario, pero ella no lo sabía porque los había escondido al fondo de todo.

—¿Tu celular? —inquirió.

—Sin batería —refuté.

—¡Ponlo a cargar, entonces! —me retó, subiendo el tono de su voz. Luego sonrió victoriosa, viéndome de reojo mientras avanzaba por la avenida en donde se encontraba el colegio—. ¡Tu computadora! Sé que tienen alarma.

—¿La computadora que no puedo manejar porque Logan le tiró jugo al teclado?

Me enojé, recordando que nadie había reparado mi laptop. Más que nada con mi hermano, que fue quién la rompió.

—Buen punto —admitió ella, evadiendo el tema para no comprarme otra—. Entonces te traeré un gallo, esos de los que despiertan a todos en el campo. A lo mejor con él si te despiertas a tiempo.

—¿Quieres probar? Se podría asar en la parrilla un domingo.

En el momento exacto en el que se detuvo frente al edificio, bajé del auto sin decir nada más. Tenía sueño, no ganas de discutir con una señora de cuarenta años capaz de castigarme por semanas. Antes de cerrar la puerta, la escuché decir:

—Ésta es la última vez que te traigo al colegio.

Cerré la puerta con la fuerza necesaria como para hacerla enojar.

Ya había pasado una hora y media desde la hora de entrada. No pensaba entrar al aula media hora tarde, por lo que salí hacia el campus. Allí, muy lejos de las gradas, había una puerta que nunca se habría, pero que yo tenía la llave, la cual se la había robado al conserje. Dicha puerta daba hacia una calle no tan transitada, en donde había una pequeña plaza en el centro.



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Editado: 01.08.2020

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