Rafael escudriñaba por las catacumbas de Andalucía junto con sus compañeros arqueólogos y antropólogos cuando resbaló y cayó por una pequeña ladera y se golpeó contra una pared en la cabeza. Al recuperar la consciencia, creyó, por consecuencia del mismo golpe, que se encontraba en otra parte del mundo, en las tumbas del imperio persa, y se olvidó por completo de la expedición de la que era miembro.
El lugar era pequeño y no veía gran cosa. Tomó su teléfono y, con la linterna de este, descubrió grabados pertenecientes a una cultura ancestral. Supo rápidamente, por las características del lugar, que estaba dentro de la tumba de un sacerdote o alguien muy poderoso: pues un cadáver con vestiduras y adornos corporales de oro puro, rodeado de pergaminos, artesanías y otros objetos le hicieron deducir tal cosa.
–¡Qué gran fortuna! –dijo el hombre y se le iluminaron los ojos–, podría ser noticia a nivel mundial. Mi nombre va a estar en primera plana... En cuanto salga de aquí, pero eso es pan comido –agregó entusiasmado, observando a su alrededor.
Después de gritar por media hora, descubrió que estaba totalmente solo. Se percató que la única salida era la misma por la que había ingresado: un agujero en el techo; no obstante, estaba muy alto y las paredes muy arenosas para trepar. Comenzó, pues, a exasperarse. Después de dos horas de fallidos intentos y de reiteradas maldiciones, su teléfono celular se quedó sin batería. Y aunque no recibía señal desde el principio, ya no tenía linterna ni algo que lo atara al mundo exterior. Su cólera fue tal, que estrelló el teléfono contra la oscuridad y escuchó un tumulto de objetos caer. Del montón que se removió, destacó un destello de luz que llamó su atención. Se acercó con cautela, cuidando de no tropezar con el cadáver, y pudo ver que aquello era un rostro de oro puro, el más hermoso que había visto en su vida.
Lo tomó con sus manos, cautivado por su belleza, y en cuanto lo alzó, cuan ofrenda divina, descubrió un cielo estrellado y una brisa que le acariciaba el rostro. Temiendo estar preso de una alucinación, soltó el rostro divino y vio cómo rodó por la pendiente, pero no regresó a la catacumba. Ahora estaba en la mitad de la nada.
Se vio a sí mismo y su indumentaria era la de un sacerdote andaluz, tal como el que había descubierto muerto en aquellas catacumbas. ¿Acaso estaba soñando?, lo pensó por unos minutos, pero las telas se sentían tan reales y las joyas -que había visto en el cadáver del sacerdote- le pesaban de tal forma, que dudaba de su juicio. Por más que trató de encontrar una explicación lógica a todo eso, resolvió que no le quedaba más que volver por aquello que le había llevado hasta allí, pues era lo único que parecía vincularlo con realidad.
Así que bajó por la ladera como pudo y tomó, nuevamente, aquel rostro maldito que no terminaba de comprender. Lo observó con detenimiento, una y otra vez, tratando de encontrar una señal sobrenatural, pero lo único que este reveló era que ya no brillaba, ni era de oro o cualquier metal parecido, sino de sucia y común piedra. Desesperado, se volteó y encontró una cueva, se apresuró a entrar, y se sorprendió de descubrir la misma tumba en la cual había caído horas atrás. Sin embargo, algo era distinto, había una antorcha que le permitió ver que el cadáver no estaba allí.
Al escudriñar el lugar a fondo, encontró las mismas inscripciones de antes, pero estas brillaban como hechas de oro. Esperanzado se apresuró a tocarlas, creyendo que así volvería a su tiempo. Pero al ver que no ocurría gran cosa, se decepcionó enormemente. Frustrado por su fracaso y su confusión, lanzó el rostro, esperando que esta vez si ocurriese algo. Y, para su sorpresa, así fue: Un terremoto sacudió el lugar, apagó la antorcha y todo quedó a oscuras, ya no veía la salida de la cueva, ni el cielo estrellado, ni nada. Fue entonces cuando un destello casi imperceptible, al parecer proveniente de la pared, despertó su interés. Cuando lo observó más de cerca, vio que era el mismo rostro de piedra, ahora brillante y dorado, atrapado en la pared creada por el derrumbe que causó al lanzarlo.
Allí lo comprendió todo, él era aquel sacerdote andaluz, él mismo se había atrapado en la cueva, llevándose a la muerte por asfixia e inanición. Todo lo había causado él tras maldecir aquel lugar, en el que caería muchos siglos después, para volver a caer en ese bucle maldito. Le tomó un tiempo de soledad en la cueva entender que no había escapatoria, pues se la había dado a aquel sacerdote de la antigüedad, que probablemente estuviera viviendo su vida de antropólogo, muchos años en el futuro.
o--------------------------o--------------------------o--------------------------o
#30171 en Otros
#9499 en Relatos cortos
historiasdetodo, historias simples sobre lo cotidiano, historias variadas
Editado: 01.03.2019