Aunque aún respiraba, el corazón de Julieta había dejado de latir desde hacía un par de horas. Después de eso, trataba de encontrar en el guardarropa la única falda negra que tenía. La dejó sobre la cama, con languidez, junto a una camisa del mismo tono que no había usado nunca, ya que detestaba el negro, y más en esa ocasión tan especial.
Iba a asistir a su primer velorio.
Sus manos temblaban frenéticamente a medida que iba cambiándose las prendas. Todo había sido tan rápido, que aún no comprendía bien qué era lo que estaba sucediendo. No pudo evitar que su corazón diese un vuelco al recordar las horas de ese día, tan normales y cotidianas, y que ahora parecían surreales. Se limpió las lágrimas, pero no pararon de salir. Estaba descompuesta. No quería ir, no quería verlo. No soportó la idea de decirle adiós a alguien que, pocas horas antes, se había despedido de ella hasta el día siguiente, y sollozó hasta que su garganta se lastimó por el esfuerzo.
Al cabo de un rato, su padre la ayudó a bajar la escalera de su habitación, a pesar de tener 16 años, no tenía fuerzas y estaba ausente.
Encapsulada en su mundo interior, Julieta Fellon se dejó llevar por sus papás en el auto hasta el lugar donde se reunió casi toda la gente de su pueblo. En Carillanca nunca pasaba nada.
Y ese día había sido completamente corriente hasta que sucedió aquello.
n n n
Horas antes…
Esa tarde soleada y tranquila de otoño, las sirenas irrumpieron en el aire, creciendo al punto de saturar los demás sonidos de la naturaleza, e hicieron que los vecinos del pequeño pueblo levantaran la vista al cielo, y buscaran en la tierra, los árboles y las montañas el indicio de aquello. Las sirenas nunca auguraban nada bueno.
Julieta estaba estudiando en su casa después de haber estado en la Plazoleta de Los Ángeles, besándose con su novio, hasta que tuvo que marcharse para que no la retaran.
Apenas escuchó las sirenas, se asomó por la ventana de su cuarto, haciendo a un lado las cortinas blancas y pesadas.
«Otra vez un incendio forestal», pensó mientras contemplaba el imponente paisaje de los Andes y la verdosa vegetación del bosque a través de las ramas casi peladas del árbol que se alzaba desde la vereda. Ese era uno de los hechos más comunes en la zona, y por la que los bomberos y guardaparques se desvivían, alertando tanto a turistas como lugareños despistados. Extrañamente, no se veía ninguna nube de humo en los alrededores.
Indignada, Julieta volvió a tomar asiento con un suspiro aletargado. Reacomodó sus hojas de carpeta y continuó haciendo sus deberes para el día siguiente. Tenía que buscar leyendas locales, justificar por qué se las consideraba como tales y además sostener una hipótesis sólida, afianzada en la realidad. Era algo complicado.
Con Sergio, su novio, habían estado discutiendo entre beso y beso acerca del tema. Le había contado algunas historias que mezclaban las creencias de los pueblos originarios que habitaban en los alrededores y otras que eran de tradición europea. Carillanca había sido fundada por inmigrantes, cuando las vías del ferrocarril llegaron hasta esa zona remota. Y las historias, en vez de conservar su origen se fusionaron en leyendas nuevas y en mitos del pueblo. Las historias tenían su magia. Y eran parte del folclor local, como sus carnavales.
Se apostó frente a las hojas y comenzó a elaborar su ensayo. Escribir no era uno de sus fuertes. El eje de su vida era la pintura, talento natural que heredó de su abuela materna, la cual estaba muy lejos de allí. Pero la pintura, según su madre, no era una profesión rentable de la cual pudiera vivir. Por eso, siempre estudiaba, para ser una buena alumna, y para obtener el brillante futuro que sus padres esperaban de ella. Y la posicionaba en un nivel de comparación con respecto a Camila, su hermana mayor, que estudiaba Medicina en la universidad, en otro lugar muy lejos de allí, en una enorme ciudad turística de altos edificios con vista al mar en la provincia de Buenos Aires.
Al atardecer, cuando la luz solar casi no se filtraba por los vidrios, Julieta observó su tarea y dio por sentado que estaba por terminarla.
Sus padres, dos profesores de matemáticas, llamados Ignacio y Amanda, hacía poco tiempo que habían regresado de su trabajo. Por lo que Julieta muchas veces pasaba las tardes sola. Aun así, la tenían muy controlada. De haber invitado a Sergio sin decir nada, sus padres se habrían enterado por algún vecino. Los rumores en Carillanca circulaban alrededor del pueblo de boca en boca y de forma cada vez más exagerada. Y su madre siempre le había dicho que tenía que mantener el buen nombre y el honor. Por lo que el chico, solo iba a su casa cuando estaba alguno de ellos. Por eso, se quedaban siempre un rato largo juntos después del colegio.
Cuando decidió bajar a merendar, el timbre de la sala sonó varias veces con mucha insistencia. Tenía incorporada la alegre Marcha Turca de Mozart. Ambos sonidos, el del timbre y el de la música, se atropellaron a sí mismos varias veces creando algo disonante que urgía por ser acallado.
Del otro lado de la puerta, estaba Caro, su mejor amiga, con una terrible expresión en el rostro. Le aferró una mano con fuerza, y Julieta notó que temblaba. Desconcertada, trató de entender lo que le pasaba.
—Nena… ¿No te enteraste? —le preguntó su amiga.
—Hola, Caro. No… ¿De qué me tenía que enterar?
La muchacha sacudió los extensos rulos dorados con desesperación, al ver que Julieta no tenía idea de qué le estaba hablando.
Caro se cubrió la boca con la mano libre, y pareció arrepentida de haber llegado así de improviso, llamando al timbre como una desquiciada.
—¿Qué pasa? —preguntó Julieta.
A Carolina le tembló la mano un poco antes de tomarle un mechón de pelo cobrizo a Julieta y acariciarlo con ternura. El gesto, insólito y dulce, hizo que la adolescente frunciera el entrecejo aún más extrañada.