Un par de portazos del auto sacaron a Julieta de sus pensamientos. Estaban frente a la casa velatoria. Era una noche cruel y hacía un frío que calaba los huesos. Podía percibirlo a través de sus medias de lycra y la falda. Nada de abrigo le era suficiente. Ya todos se habían bajado del vehículo y ella no se animó a hacerlo. Sus padres le dieron un tiempo hasta que decidió salir.
El viento helado le castigó el rostro y despeinó su cabello. Después de dar unos pasos, cerca de la puerta y de los ojos de mucha gente, Julieta no pudo soportarlo más y echó a correr en dirección contraria, desesperada.
Una impetuosa adrenalina le dio la fuerza necesaria de la que careció minutos antes. Corrió y corrió hasta que llegó al único lugar que tenía un significado para los dos. Los sollozos la dejaron sin aliento, y las lágrimas se cristalizaron sobre la piel, podía gritar de dolor, allí sola, donde no había nadie que pudiera oírla o verla.
Frente a la iglesia, se encontró detenida junto a un banco de piedra…, su banco de piedra. Su mano mecánicamente se posó sobre el asiento y se estremeció. Otra vez lloraba y quizá nunca dejara de hacerlo. Su vida había cambiado para siempre. ¡Cuántos besos se habían dado allí! Después del colegio ese día había sido la última vez. La verdadera última vez.
Tomó asiento y se envolvió en sus propios brazos. Al cabo de un rato, el mismo dolor y frío la arrullaron de tal forma que se recostó a la intemperie. Tenía muchas ganas de viniera a buscarla la muerte y la llevara con él. Pero en vez de aparecer esta, fueron sus papás los que estaban a su lado irguiéndola y cubriéndola con un abrigo para que no se congelara.
—Vamos a casa, hija. No hace falta que vayas si no querés —se compadeció su padre.
—Déjenme sola.
—Julieta, no está bien que estés acá, muerta de frío.
—Es nuestro lugar.
—Pero está helando —acotó su madre, con más carácter.
—Dijo que nunca nos íbamos a separar y se fue —sollozó—.
¿Por qué lo haría?
—Eso es algo que se tiene que investigar. ¡No es culpa tuya!
—Dijo que era el amor de su vida y él es el amor de mi vida también. ¿Cómo se va a ir así y me va a dejar sola? —musitó.
Volvieron a cargarla en el auto y, desde ese momento, todo pasó ante los ojos de Julieta como si fuese ajeno, como una película, desde lejos.
n n n
Aún después de cinco interminables días, la primera experiencia amarga de Julieta con la muerte todavía era tan cercana que la sentía en carne propia, revoloteándole alrededor, como un buitre.
Un día decidió pesarse y descubrió que había bajado varios kilogramos, sin darse cuenta, había perdido apetito y se la pasaba encerrada en su habitación. Miraba cómo pasaban las horas a través de la ventana: la copa del árbol que se mecía con suavidad, sacudiendo las hojas secas que se amontonaban sobre la vereda, las montañas en el horizonte tenían las cimas cubiertas de nieve. Y los días parecían transcurrir uno tras otro sin una cuota de sentimiento para con ella.
Sus padres, preocupados, ya se habían molestado en consultar una psicóloga, pero no se decidían a llevar a su hija aún. Nunca la habían visto de esa manera. Tenía una profunda depresión que no conseguía superar. Era cuestión de tiempo. Llevaba varios días ausentes en el colegio y no tenía intenciones de regresar a clases. Al menos no por el momento.
Carolina venía casi todos los días. Le traía los deberes y las anotaciones de las clases, aunque era inútil, porque Julieta no las copiaba. Carolina después hablaba sin parar de cosas cotidianas del colegio, intentando que Julieta se riera. Uno de esos días,
sin embargo, Julieta decidió hablar.
—Quisiera llevarle flores al cementerio.
—Dale, vamos —aceptó Caro sin dudar.
Julieta cargó con un ramo de rosas blancas, que dejó sobre un panteón recién levantado en un cementerio de viejas sepulturas de piedra, ángeles antiguos y abandonados por el paso del tiempo y flores resecas que nadie cambiaba. Una brillante placa de bronce
y un portarretrato casero contenía una de las fotos más recientes que se había sacado Sergio con el uniforme del colegio.
Un nudo le subió desde el estómago a la garganta ¿Sería verdad que estaba allí, a dos metros bajo tierra? Extrajo un rosario de su bolsillo y dijo unas oraciones, mientras Caro la esperaba, paseando entre las demás tumbas y observando fotografías y nombres. Cuando acabó, junto con la tarde, ambas se dispusieron a salir del cementerio casi vacío.
Algo le llamó la atención a Caro, había un mausoleo que resaltaba en todo el lugar. Y lo más llamativo es que un hombre salía de él con la mirada triste.
—Pobre, ¿sabías que ese hombre le trae flores a la esposa, pero ella no está enterrada ahí? —murmuró Caro, mientras observaba cómo se alejaba del lugar.
—Ah, ¿sí? —preguntó con curiosidad Julieta, a pesar del estado de ánimo. Cuando prestó atención, no vio a nadie allí, ya se había marchado.
—Se la llevaron los otros parientes a su lugar. Viste que tienen sus propias creencias. Y ella era una de ellos. Pero ese hombre le había mandado a construir su tumba acá. Quizá para él, su espíritu sigue en este cementerio.
—Eso me suena muy triste.
—Es una leyenda del pueblo, como las que vimos en el colegio. Una de tantas —dijo, reanudando la marcha.
Caminaron por las calles de tierra, mientras el paisaje de campo se tornaba anaranjado y rojizo. El polvo volaba cuando sus zapatos daban un paso tras otro, haciendo un ruido seco e intenso, cuando todo lo demás callaba.
—¿Y cuándo pensás volver al cole?
—No sé, tenía pensado abandonarlo, en realidad.
—¡No seas tonta! Algún día vas a tener que terminarlo.
—Quizá pueda terminarlo en Villa Dominga —dijo, refiriéndose a un pueblito cercano.
—¿¡Qué!? ¿Me lo decís en serio? ¿Te estás escuchando? —estalló Carolina con su impulsividad.