Hace diez años, en el único colegio privado de Carillanca, «La Inmaculada concepción de la Virgen María», Julieta no era demasiado diferente a lo que había sido hasta la muerte de Sergio, pero sí era todo lo responsable que una chica pudiera ser. Estudiosa, buena compañera, y una excelente alumna, era de esas que nunca causaba problemas. Al contrario, era con ella a quien sus compañeros le gustaba gastar bromas pesadas. ¡A veces era tan ingenua!
Sergio la perseguía desde los 10 años. Pasaba por detrás de su banco y le tiraba del pelo, haciéndola gritar. Una vez le pegó un chicle y su madre tuvo que cortarle el mechón porque era imposible de quitar. Otras veces tenía la manía de empujarla cada vez que pasaba a su lado.
Julieta no podía ni verlo.
Solía llegar a casa llorando y su madre le explicaba que, generalmente, cuando un varón gustaba de una chica, la única forma que tenía de acercársele era molestándola.
Y Julieta explotaba: ¿¡Cómo podía ser que Sergio gustara de ella si le hacía de todo!?
Verlo le daba una bronca inmensa.
Él entraba al aula cada mañana con su mochila azul gigantesca, los cordones de sus zapatos desatados, la corbata desanudada, el cabello sin peinar, y el suspiro de su madre desde lejos, que no sabía bien qué hacer con él. Lo dejaba en la entrada del colegio, se aseguraba de que pasara el portón y se marchaba a su trabajo.
Las cosas cambiaron cuando Julieta empezó a juntarse con Carolina. Ella tenía carácter y la defendía de las bromas de los demás, y al contrario que su amiga, les devolvía las bromas a los compañeros multiplicadas por mil, como ponerles la traba para que se cayeran al suelo cuando caminaran hasta el pizarrón. Sabía tironearles los botones de metal del saco hasta que los arrancaba. También era de las que se trepaban al pino del patio y les arrojaba como proyectiles las piñas desde lo alto. Era bastante salvaje. No por nada la llamaban «el terremoto», el terror de las monjas.
Ni Sergio, con lo insoportable que era, se atrevía a desafiarla. Todos le tenían respeto. Y Julieta se sentía protegida al ser su amiga. Sin ella no sabía cómo defenderse. Pero al pasar el tiempo y mientras la amistad de las dos chicas crecía, Sergio de a poco, fue tranquilizándose y comenzó a mejorar las calificaciones del colegio, a hacer deportes y tenía nuevos amigos. Eso provocó que dejara de ser tan molesto en el salón de clases.
De vez en cuando, seguía molestando un poco a Julieta. Era como su derecho personal a pesar de que habían pasado varios años. A veces parecía empecinado con ella, aunque Caro la defendiera.
—Te voy a hacer un bebé —le dijo un día, cuando estaban en primer año de secundaria.
La cara de Julieta se transformó en una mueca de horror.
—¡¿Qué?!
Y Sergio le hacía señas obscenas desde su lugar, mientras el resto de la clase reía por lo bajo. Así era casi todos los días. La tenía realmente cansada y de su parte, se había ganado su odio eterno. Eso siguió así, hasta aquella histórica mañana.
Era una aburridísima clase de matemáticas, en la primera hora, cuando todos los alumnos estaban bastante dormidos todavía como para entender algo de lo que la hermana Clarisa decía. Era una persona detallista y descriptiva que trataba de hacer que los chicos se interesaran por esa ciencia. Y teniendo en cuenta el horario en que le tocaba dar clase, con sus alumnos que llevaban la almohada pegada en la cabeza, no se le ocurría mejor forma de empezar sus explicaciones que armar una ridícula obra teatral que abriera aquellas mentes
y esclareciera los grandes enigmas del saber matemático.
Comenzó con una dramatización arremangándose el hábito hasta las rodillas, para «cruzar» un charco con chanchitos. Tomó unas tizas de colores, y se puso a dibujar a los puerquitos en el pizarrón, dándole la espalda a todos.
Entonces Sergio aprovechó la distracción de la profesora para arrimar su mano por debajo del banco contiguo y tocarle la pierna a Julieta, que saltó del susto y se aguantó las ganas de soltarle un rosario de insultos impropio de ese tipo de colegios.
El resto de los chicos observaba expectante y en silencio, atentos a las nuevas circunstancias que resultaban mucho más interesantes que la clase de matemáticas.
Sergio continuaba manoteando el costado porque su intención había pasado de la pierna a la cola. Estaba obsesionado. Y, sobre todo, parecía disfrutar de la rabia que Julieta exudaba. Mientras tanto, la hermana seguía dibujando sobre el pizarrón, completamente ajena.
—¡Basta, Sergio! —murmuraba Julieta, harta, intentando quitarle la mano.
Más insoportable que nunca, el chico no le hizo caso y permaneció empecinado. Julieta se echó hacia el costado sobre Carolina, que estaba tentada de la risa con la situación.
Pero de repente, ocurrió algo que dejó a todos helados, excepto a la docente, que seguía en su mundo. Por un misterioso impulso, por primera vez en su vida, Julieta había dejado que su mano se fuera sola desde su escondite hasta estrellarse con fuerza en la cara de Sergio. Resonó en el aula y todos ahogaron una exclamación esperando impacientes la respuesta del muchacho a semejante atrevimiento. Nadie le había puesto una mano encima jamás en el colegio.
—¿¡Qué hacés!? —gritó, confuso, llevándose una mano al rostro.
—¿Qué está pasando? ¡Silencio! —dijo la profesora, girándose por primera vez.
Julieta se apretujó la mano, sorprendida. Se había defendido sola, y de qué manera. Sin necesidad de que Caro tuviera que hacer algo por ella.
A partir de aquel día, Sergio no la molestó nunca más. Y la trató con el mismo respeto que tenía con todas sus compañeras.
n n n
Al año siguiente, cuando reanudaron las clases, Julieta y Sergio parecían dos personas completamente diferentes. El tiempo había operado un cambio en sus personalidades. Él estaba relajado, se había convertido en excelente estudiante. Solía sacar novelas clásicas de la biblioteca y se quedaba charlando con la profesora de lengua durante el recreo. Parecía más maduro.