A mil por hora, la cabeza de Julieta se revolvió tanto que se mareó. ¿Qué podía decirle a ese muchacho que nunca había visto en su vida? Miles de sensaciones la recorrieron por un segundo, entre esa sorpresa, la adrenalina y el susto.
Comenzó a temblar nerviosa.
Él, inmutable, observó con descaro a esa chica flaca, de pelo castaño cobrizo y ojos marrones que tenía delante. Notó su miedo en la mirada y en la forma en la que su pecho se agitó bajo la campera de jean. Tiritaba con fuerza.
—¿Te gustó la melodía? —le preguntó con seriedad. Su voz era grave, su tono amable.
Julieta asintió porque no le salió ninguna palabra coherente. Se había quedado obtusa por completo.
—Te la dedico —dijo, sin esperar una respuesta, tomando asiento.
Y la misma canción volvió a sonar.
Por increíble que pareciera, alivió temporariamente su sentimiento de tristeza. Le causó una profunda emoción escuchar algo que tenía la capacidad de alejarla a un lugar idílico. Julieta se deslizó hacia abajo con cuidado, y se sentó a su lado, sin poder dejar de observarlo y analizarlo con respeto y admiración. Era un profesional.
Entre la música y el viento, de manera inevitable y abrupta recordó a su novio. Era como si cobrara vida con ella. Como una caricia invisible.
Desde que él murió, sentía su presencia caminar a su lado, lo imaginaba como su propio ángel de la guarda.
Poco después, el chico dejó de hacer música, y Julieta seguía tan ensimismada que no se había percatado, inmersa en sus propios recuerdos. La observaba con indiferencia, esperando que reaccionara. Y cuando lo hizo, con lágrimas en los ojos, se puso de pie con rapidez, con ganas de huir de ahí. Otra vez la tristeza de los recuerdos generó que tuviese ganas de estar sola, pero había conocido a alguien.
La frialdad de su mirada la puso realmente incómoda, la volvió débil. Como si sobrara en ese hermoso paisaje.
—Gracias. Tu música es muy linda, aunque no sé ni lo que es. —Le dijo Julieta con un gesto. Dio un paso dispuesta a marcharse.
—¡Ey!, ¡no te vayás¡ ¡Sentáte! —le ordenó—. ¿Vos?, ¿quién sos? —inquirió con curiosidad mientras se revolvía el cabello.
Ante la pregunta, Julieta se tardó en contestar. Era un extraño que la observaba con presunción y le produjeron más inquietudes que certezas en la cabeza confusa. Después de una escena tan linda, ahora tenía dudas.
—Me llamo Julieta —contestó—, ya tengo que irme.
—Esperá, ¿te gusta la música? —preguntó, ignorando cómo Julieta volvía a ponerse de pie, lista para huir de allí.
—¿La música? —repitió, y se sintió como una idiota, como si no supiera de qué le estaba hablando este chico—. ¿En especial o en general?
—En general y en particular —aclaró sin entusiasmo.
—La rara.
—¿En qué categoría entraría ese concepto? ¿A qué definís raro? —inquirió con diversión, poniendo énfasis en la palabra raro.
Julieta se intentó explicar al ver la forma en que la miraba.
—Ah, bueno, Supongo que…
—Sorprendente tu elocuencia —la interrumpió.
La adolescente se sonrojó. Ella podía hablar. Pero en ese momento se había olvidado de cómo hacerlo. La desconcentraba.
—Me refiero a música como… Era.
—¿Canto gregoriano? ¿Pero moderno? —su rostro se contrajo en una mueca que podía ser de asco. Soltó un bufido y sonrió. No parecía decirlo en serio—. ¿Y qué hacés acá?
El tono de su voz cambió por completo, y la forma en la que la observaba también. Parecía a punto de reprocharla.
—Daba un paseo —divagó Julieta—. ¿Por qué tantas preguntas?, ¿quién sos vos?
—¿Un paseo? Eso sí que suena raro. Por lo que sé, hoy no está abierta la Reserva para visitas.
—No lo sabía.
—La entrada estaba cerrada —repuso el chico.
—No la vi.
—Entonces entraste por otro lado —dedujo. Y Julieta tragó saliva, al sentirse descubierta.
—Tal vez.
—¿No tenés miedo?
—¿Miedo de qué?
—De meterte sola, en un bosque donde no hay nadie.
—Lo mismo te diría a vos —lo acusó.
—¿Y no tenés miedo de mí? —le cuestionó con ironía.
—Ahora que lo decís, un poco. ¿Estás intentando asustarme? Sos solo un chico.
—Y vos sos demasiado confiada. A veces las fincas tienen seguridad armada. Por meterte en una propiedad privada podrían confundirte con un ladrón o algo así, y no contás la historia.
—Bueno, nadie tiene por qué enterarse de eso. Que sea un secreto —le propuso Julieta con entusiasmo.
—Lo siento —negó—. Yo no puedo guardarte este secreto. No es seguro para vos estar acá. Ni siquiera pagaste la entrada. Ni siquiera viniste con un guía.
—¡Ah, bueno! —Ironizó la joven—. Me parece que estamos compartiendo igualdad de condiciones en este sitio.
—¿Por qué lo decís?
—No sé, será porque encontré un pibe solo en medio de la nada tocando la flauta en un lugar en el que hay que pagar para entrar. Estás haciendo algo ilegal.
—¡Guau!, ¿estás reconociendo que estás acá porque te metiste en una propiedad privada? —le dijo entre risas. Para él parecía divertido.
—¡Y sí! ¡Vos también! No lo vas a negar —Julieta estaba en el colmo de su paciencia.
El muchacho frunció el entrecejo mientras parecía pensar.
—Admiro tu valentía. Solo que suena delictivo para mí.
—Me estás cargando, ¿no?
—No. Yo no soy un delincuente. ¡Vos sí!
—¿Qué te hace creer que no serías un delincuente diferente a mí? ¿Quién sos? ¿Sos de seguridad?
El chico soltó una risa extraña y contestó poniendo más nerviosa a Julieta de lo que ya estaba.
—¿No ves? Una persona. Alguien —su tono fue irónico—. No creo que esta flauta cargue con balas —agregó y le apuntó con ella como si fuera un rifle—. Dispara notas musicales.
Julieta lo observó incrédula. Le estaba tomando el pelo.
—Pero, ¿es que no se ve? Soy un ser humano como vos, de la especie mamífera. Bípedo. Y del sexo opuesto —se mofó con una sonrisa amplia.