Esa última frase descolocó finalmente a Julieta. Sonó a una amenaza.
«¡Es un idiota! ¿Quién se cree?», pensó. «No voy a venir nunca más acá. No voy a volver a entrar en la Reserva». Un sentimiento que arrasaba su interior como el fuego se transformó en una especie de rabieta.
A pesar de que no tuvieron un diálogo, sino más bien una charla sarcástica sin conocerse, Julieta no pudo parar de pensar en él en todo el camino. Los sentimientos encontrados se revolvieron en su pecho y se despertaron, aunque no podía asegurar de qué se trataba. Fue un cúmulo de cosas. Invitarse a entrar sola a un lugar que estaba cerrado. Encontrarse a alguien dentro. Escucharlo interpretar música. Sentirse viva otra vez. Discutir la hizo revivir. Sentir la hizo olvidar. Olvidar la hizo conocer otra realidad. La realidad de una nueva persona. Un chico extraño y solo dentro del bosque. Un chico lindo.
Julieta se detuvo para pensar en lo último que su mente delató a sus pensamientos. ¿Cómo podía pensar en alguien por más lindo que fuera? Estaba pasando por una etapa de «viudez de novia» como le había dicho Caro en chiste. Aunque, si pensaba con detenimiento, no significaba nada. Cuando el recuerdo de Sergio aparecía, ese dolor en el pecho como un agujerito se punzaba directamente en su corazón. Se enojó consigo misma porque
a pesar de todo, no podía dejar de sentir curiosidad por Ariel, el chico de la Reserva de Carillanca.
Al entrar en contacto con el calor de su propia casa, Julieta notó el frío que hacía en realidad. Por lo tanto, al cabo de un rato estaba estornudando. Y Amanda, cuando llegó del trabajo, se tomó la libertad como toda madre de reprocharle su condición saludable por haber salido sin abrigo. Pero lo que más alteró sus nervios fue cuando preguntó:
—¿Dónde estuviste toda la tarde?
Por asociación libre, la pregunta remontó en la cabeza de Julieta hacia el bosque, hacia el aroma a otoño, hacia el sonido de una flauta traversa y hacia un chico. No podía decirle que había conocido a uno.
—Paseando por ahí… —respondió—. Como todos estos días.
—Pero estás estornudando, Julieta. Tomaste frío.
—Y, estamos en otoño. Lo más probable es que bajen las temperaturas.
—Agarrá este pañuelo —le tendió uno después de escuchar un décimo estornudo de su hija—. ¿Cómo te lo habrás pescado?
—Es que estuve caminando y no llevé abrigo de más —contestó con desgano. Su madre solía ser demasiado insistente.
—Si mañana estás mejor, ¿qué te parece la idea de volver al colegio? Hace dos semanas que estás faltando. Te vas a quedar libre.
Julieta Fellon bajó la mirada hacia las llamas de la chimenea. No quería volver a La Inmaculada. Esa era la prueba de que su vida había vuelto a la normalidad. Y se sentía anormal. Iba a ser muy raro regresar y no ver a su novio. Era raro, incluso, su ausencia estos días, donde se había creado un vacío. Un vacío que hoy sintió olvidado.
—Las chicas me preguntan por vos en los recreos. Esperan que vuelvas. Te extrañan, y necesitan alguien más a quien contarles sus culebrones románticos —añadió con sarcasmo su madre.
—Y, bueno…, si no hay más remedio…, mañana vuelvo. Pero ni ganas —renegó. Cuando su madre le decía que debía hacer algo, lo hacía. No era libre de decidir nada. Julieta muchas veces se preguntaba cómo en el colegio la querían casi todos los alumnos y cómo ella, a su vez, era tan comprensiva con otras personas menos con su propia hija.
La orden estaba dada. Mañana volvería a la escuela, aunque Julieta no estuviera preparada para enfrentarla.