El día comenzaba muy temprano en lo de Julieta Fellon, quien en medio de una montaña de ropa sobre la cama, intentaba encontrar las distintas prendas de su uniforme escolar, como si tratara de armar un rompecabezas complicado. Había vaciado su ropero con velocidad.
«Pollera tableada…, camisa blanca con el escudo…, medias blancas sobre las de lycra, zapatos negros… Pero me falta el suéter», Julieta había olvidado dónde lo había dejado la última vez que se lo quitó. Sacó el sobretodo y la bufanda azul del ropero.
—¡Mamá! ¡No encuentro el suéter del colegio! —gritó desde la puerta de su habitación.
Al cabo de unos momentos, apareció Amanda con la prenda que faltaba en la mano.
—Estaba en el lavadero, lo pusiste ahí hace dos semanas para lavar. Menos mal que está mamá para encontrarlo.
La adolescente se terminó de vestir, no sin antes llevarse el tejido a la nariz para aspirar el aroma del suavizante que su madre usaba, con aroma a bebé. Luego se cepilló su cabello frente al espejo y se colocó un perfume dulce. Descendió las escaleras con los zapatos en las manos que se colocaría antes de salir afuera y la mochila colgando de un hombro.
El viento frío de la calle le dio de lleno en el pálido rostro, aun así comenzó a caminar con medio sobretodo puesto, y el pelo recién peinado voló en mechones sobre la cara.
—¡Abrigate bien que hoy hace frío hija y estás resfriada!
En vano, los adolescentes nunca sienten frío y menos si es por una indicación de sus padres.
—¡Atate esos zapatos, Julieta! —terminó de gritarle, antes de que se perdiera de su vista, al ver que llevaba los cordones colgando de su calzado.
Algunas calles más arriba, después de subir una lomada empedrada, se dejaba ver La Inmaculada. Nada había cambiado en su ausencia, a pesar de que parecía que se había ausentado por mucho tiempo. Los muros de ladrillo colorado, viejos, y las rejas de hierro forjado, escondían una escuela que en su antigüedad era para niñas pupilas que venían de la zona rural a estudiar. Las paredes añejas se extendían circundando un patio central, la arquitectura evocaba la de una casa tipo «chorizo» que recordaba a las casas coloniales, además de una capilla pequeña en la esquina norte, el color de las paredes variaba en diferentes tonos de grises dando un aspecto lúgubre y demasiado triste para el ánimo de la joven adolescente.
Pero estaba de vuelta, para intentar retomar una rutina «normal» de estudiante de secundaria. El colegio parecía como una especie de monstruo que se avecinaba sobre ella para engullirla, la hacía sentir diminuta.
Sacudió la cabeza y emprendió la caminata hasta la entrada. El preceptor se encontraba vigilando la entrada de los chicos, al ver a Julieta la saludó con una gran sonrisa propia de su jovialidad como si hiciera un siglo que no la veía, y le dio su pésame por la pérdida de su novio.
Como toda respuesta, Julieta alzó los hombros pero frunció el gesto de su rostro, un nudo empezaba a formarse en su garganta. Se alejó con rapidez para llegar a su salón de clases y se encontró con sus compañeros desparramados por distintos sectores e, incluso, en el pasillo. Todos le dieron la bienvenida, con gestos alegres y tristes. Enseguida buscó su lugar junto a Carolina, pero se detuvo al ver el lugar que ocupaba Sergio, vacío. Un sacudón convulsionó su cuerpo y miles de lágrimas se aproximaron a presionar sus ojos, hasta que dejó que cayeran con una angustia previsible.
Se limpió el rostro varias veces, solo que no servía para nada. Creyó que podría olvidar y comenzar el colegio como si nunca hubiera ocurrido nada, pero se encontró con que todos sus mejores recuerdos pertenecían a ese lugar: La Inmaculada.
Se acercó a una ventana y la descorrió para sacar su cabeza afuera e inhalar aire puro, aunque estuviera congestionada. La vida afuera de las rejas del colegio transcurría con total normalidad, ajena a su tristeza. Donde el tiempo corría y a nadie le importaba lo que le pasaba
a Julieta. Carolina se acercó a ella para reconfortarla.
—Creí que lo había superado —murmuró Juli.
—Con el tiempo…, supongo —solo pudo decir su amiga.
El profesor de música entró al aula, y todo el mundo corrió a sentarse en los bancos. Cuando eso ocurrió, fue aún más evidente lo que delató que Sergio no estaba más. Julieta se sorbió la nariz y tomó su lugar.
—¡Ah!, ¡Julieta, bienvenida! —dijo apenas la vio—. ¡Buenos días a todos! —apoyó su portafolio sobre el escritorio y lo abrió rápidamente—. La hora de hoy va a pasar volando, tenemos que dar el periodo barroco musical, así que les traje unos CDS para escuchar y algunas fotocopias para leer.
Muchos chicos se quejaron, a Julieta no le importó. La materia le gustaba un poco, sobre todo cuando no tenían que hacer prácticas con algún instrumento como la flauta dulce y «María tenía un corderito». Pensó en música y se acordó del chico de la Reserva por un instante efímero. Y a la vez, detrás de ella, en aquel asiento vacío, pudo percibir con mucha claridad la presencia de Sergio. Julieta observó cómo sus compañeros no tenían la misma inquietud que ella, que cada dos segundos volvía su mirada atrás esperando verlo sentado de forma desprolija y encontrarse con la desilusión. Incluso, faltaba aquella muletilla que solía acotar para hacer enojar a sus profesores: «¿Y qué si no hago nada?»
Julieta pasó toda la clase entre observar el lugar de su novio y la empañada ventana que traslucía las cumbres nevadas en la distancia y recortaban el cielo de aquella eterna mañana. La voz del profesor se escuchaba muy lejana, como si proviniera de otra dimensión.
La rutina escolar le resultó extraña, la resignación no se hizo presente, el colegio, la vida, Sergio que alteró todo aquello con su muerte, «todo, todo, todo» terminaba ahí. De pronto, el cielo se oscureció y el frío se instaló en su cuerpo, con su corazón palpitando frenético. Una pesada gota fría se deslizó por su frente y la comisura de un ojo. Cuando Julieta quiso levantar la mano para llamar la atención del docente, no logró hacerlo. Se había desmayado.