Julieta se apresuró para marchar del bosque, y arrojó el papel hecho un bollo y el lápiz a un costado, olvidando que debía ser cuidadosa con el medio ambiente, sobre todo, en un lugar preservado.
Claro que no sentía deseos de marcharse, la intriga por conocer un poco más aquella incógnita que le despertaba Ariel había cobrado una fuerza con la que no era capaz de lidiar de manera consciente, le provocaba rabia. Giró para observar atrás, pero no había ni rastro del chico entre los árboles, solo el aire frío del sur y las sombras que descendían como un manto apacible. Con la conciencia pesada, regresó a buscar el papelito que había tirado y se lo guardó en un bolsillo del pantalón.
«Ahora quizá piense que soy una histérica. ¿Qué me importa qué piense de mí? Yo hago la mía», se alentó.
—¡Señorita! ¿Qué hace? ¿No sabe que no puede pasar sin una autorización? Hoy la Reserva está cerrada —gritó una voz, interrumpiendo sus pensamientos. Ariel tenía razón, el guardaparque estaba cerca y era quien la había visto pasar por el alambrado.
Se acercó a Julieta más preocupado que enojado, tal vez porque temiera perder el trabajo por su culpa, una chica se le había escabullido y la descubrió solo cuando intentaba salir del lugar.
—No sabía que no se podía pasar —mintió, con vacilación. Tenía que evitar que de alguna manera se pudiera filtrar su delito a Carillanca, sobre todo, a sus padres. La gente del pueblo tenía la costumbre de agrandar los comentarios y transformar una inocente travesura
en delincuencia juvenil. La capacidad para inventar historias gigantes de pequeños sucesos insignificantes.
—Por favor, no nos compliqués a los dos —pidió el hombre, tuteándola al ver que era una adolescente—. Haceme el favor de no volver por acá o voy a tener que denunciarte con la policía por invasión de propiedad privada. Esos alambres que cruzaste a veces tienen electricidad. Así que, tené cuidado. Tuviste suerte esta vez, pero podrías acarrear una desgracia.
«Sí, otra desgracia, como si no tuviera que lidiar con una», pensó. Se sintió ofendida, hasta el cuidador la trató de malhechora.
Julieta puso su mejor cara de inocente, aunque no sirvió de mucho, porque no estaban retándola, sino advirtiéndole. Se deshizo en disculpas y marchó a casa. Se había hecho bastante tarde y anochecía rápidamente. Se levantó el cierre de la campera cuando la bruma del atardecer comenzaba a helar y humedecer las calles de Carillanca. A medida que avanzaba por el centro del pueblo, el humo de las chimeneas encendidas le trajo a la memoria los deliciosos bollitos que hacía su madre en una vieja cocina a leña. Eran mágicos, tenían el poder de hacerla sentir mejor, y solía cocinarlos en días fríos como ese.
La casa de Julieta estaba ubicada en un barrio muy tranquilo, donde la calle era ancha y no pasaban más de cuatro autos por día, incluido el de su padre. En un lugar tan pequeño y con el terreno tan escarpado, la gente se manejaba a pie o quizá en bicicleta de montaña. Lo que resultaba en toda una aventura.
En general, las casas eran cabañas de dos pisos, revestidas de madera y se ubicaban un poco dispersas sobre diferentes niveles de altura. Algunas más altas que otras. Cercadas por pinos y alerces y algunas flores andinas. Y todas tenían de paisaje los orgullosos e imponentes picos de los Andes, en eterna espera de la llegada del invierno.
Después de abrir la puerta con impaciencia, Julieta descubrió que su madre no había cocinado nada. Ni siquiera un triste paquete de galletitas había para merendar. Aunque sí estaba encendida la chimenea, que crepitaba de forma danzarina.
Se acercó con desesperación al fuego y extendió sus manos heladas para que el calor penetrase por su piel y llegara hasta el corazón, que era la parte de su cuerpo que más frío sentía en ese momento. No podía dejar de temblar con todo lo ocurrido. Sus ojos se vetearon de lágrimas.
—¿Estás bien? —preguntó su madre, al acercarse.
—No me preguntes eso, por favor, dejame sola.
—Soy tu madre, y te estoy viendo. ¿Qué te pasó?
Su hija reaccionó de forma violenta, sorprendiendo a su mamá.
—Yo quería comer panecitos con membrillo —dijo—. Quería llegar a casa y que los hubieras cocinado para mí. Teniendo en cuenta que es lo único que sabés hacer —el tono de su voz se fue elevando a medida que hablaba—. ¡Me hacen bien y me ponen contenta! ¿Y me preguntás cómo estoy? ¡Mirame, mamá! ¡Soy decadente y patética, soy una viuda negra a la que se le murió el novio! Nunca más me voy a poder enamorar de nadie, nunca más se van a fijar en mí, porque cargo con esta asquerosa sensación de tragedia constante. ¡Soy un asco! ¿Por qué no me hiciste pancitos de membrillo? —lloró.
Dejó a su madre aturdida y Julieta corrió por las escaleras. Luego se escuchó un portazo que indicó que se había encerrado a despotricar con pena contra su vida.
Echada en su cama, Julieta intentaba explicarse qué estaba mal con ella. Por qué no podía remediar ese malestar físico y del alma que la acosaba tanto y le sacaban las ganas de vivir. Decidió llamar a su amiga, necesitaba desahogarse con alguien.
Bajó las escaleras rápidamente y se escabulló en el escritorio de su padre, donde estaba el inalámbrico. Marcó el número de Caro y al cabo de tres tonos, la voz de una mujer correspondió a su insistencia.
—Hola, necesito hablar con Carolina.
—¿Caro? No está en este momento, ¿quién habla?
—Julieta —respondió con desgano.
—¡Ah, hola Julieta! —el tono de voz de la madre de su amiga cambió por uno más amable—. Me parece que salió con Fernando… O el otro, Juancito.
—Juanito, tal vez.
—¡Sí, con ese! Con el que es peticito. Viste como es Caro, no puede estar mucho en casa, se la pasa en la calle.
Julieta suspiró, frustrada.
—Entonces, ¿a qué hora la encuentro?
—Quizá en una hora… O dos… Bueno, no lo sé exactamente…, ella no avisa nunca a dónde es que se va.