Dicen que uno no elige de quién se enamora. Yo sí.
La elegí a ella.
Nos conocimos cuando éramos apenas un par de adolescentes rotos intentando encajar en un mundo que no perdona. Yo, con ganas de conocer el universo. Ella… ella era el universo. Con esos ojos color avellana llenos de secretos, con esa sonrisa torcida que parecía que escondía dolor, pero también tenía la fuerza de seguir. Ella era como esas canciones que no entendés al principio, pero cuando menos lo esperás, se vuelven parte de tu historia.
Tenía heridas, algunas visibles, otras no tanto. Venía de una familia que más que familia era un campo minado. La madre ausente, el padre con palabras filosas, y un hogar que olía más a gritos que a ternura. Pero aún así, caminaba con la cabeza en alto, como si el mundo no pudiera derrumbarla. Eso me enamoró.
La primera vez que me habló, tenía una curita en la ceja y un libro bajo el brazo. No me saludó. Me miró. Como si ya supiera que yo iba a quedarme. Como si no necesitara pedir permiso para entrar a mi vida.
Me acuerdo que fue en otoño. Las hojas caían, pero yo estaba floreciendo porque ella me miró.
Después vinieron las charlas, las caminatas, las promesas tontas hechas con voces temblorosas. Me acuerdo la primera vez que le dije “te amo”. Fue de noche. Ella estaba sentada en el cordón de la vereda, con una campera que le quedaba enorme y las rodillas raspadas. Yo tenía miedo. Nunca se lo había dicho a nadie.
—Te amo —solté.
Ella me miró, tragó saliva, y no respondió con palabras. Solo se acercó y apoyó la frente en la mía. En su silencio, yo escuché el eco de un millón de “yo también”.
Desde ese día, supe que no quería explorar el mundo si no era con ella al lado. Yo quería mostrarle que el amor no duele, que sí existe alguien que no la va a abandonar. Quería ser su guardián, su escudo, su compañero. Ella me decía que yo era su caballero, pero lo que no sabía es que yo me sentía el afortunado de haber encontrado una reina en medio del caos.
Prometí amarla incluso en sus tormentas. Prometí quedarme incluso cuando ella quisiera empujarme lejos. Y lo hice. Siempre lo hice.
Con el tiempo, crecimos. Nos hicimos adultos. Nos casamos en una ceremonia pequeña, llena de gente que no sabía todo lo que habíamos pasado, pero que igual nos sonreía. Yo la veía entrar al altar y aún con los años encima, seguía viendo a la chica con curita en la ceja que me salvó del vacío.
Ese día, frente a todos, le hice una segunda promesa:
—Te voy a amar incluso cuando no sepas cómo amarme de vuelta.
Y eso hice.
Pero esta historia no es sobre finales felices. Esta historia es sobre cuando el amor no alcanza.
Y sobre cómo, incluso así, elegís amar… hasta el último día.
Editado: 10.08.2025