Te atreves a amarme

Capítulo 10

CAPÍTULO 10

 

Algo desconocido, increíble, e indescriptible  despertó en su interior. A su lado sentía que podía ser ella, que podía dejarse llevar. Se sentía segura.

Maciel era tierno, delicado, la besaba como si de una pluma o una muñequita se tratara, como si de un momento a otro se fuera a quebrar. Y aunque solo había sido una salida no lograba dejar de pensar en él.

Decían y decían que era frio, calculador pero con ella, era atento, divertido, siempre buscaba saber más, era completamente diferente. Todo aquello no tenía sentido.

¿Qué quería Maciel Herworth de ella?

¿Cómo alguien como él pudo verla? ¿Por qué quería saber de su vida?

Se cuestionaba una y otra vez para al final encontrarse en un callejón sin salida.

Él tenía su historia y ella una no muy grata que contar. Sus mundos no se debían juntar al menos ella no debía permitirlo.

No podía tener un amigo, una relación porque “El jefe” como le decía Brank, la tenía vigilada y ahora solo tendría que alejarse una vez más de donde había encontrado un poco de paz, una brisa de esperanza y desahogo , pero otra vez todo se desmoronaba.

Sé acostó en la cama sin dejar de pensar, Maciel no tardaría en pasar por ella, y debía decirle que ya no podía seguir trabajando para él, debía renunciar.

Apenas lo estaba conociendo, recién empezaba a trabajar pero ellos no tardaron en saberlo y aprovechar la jugada que aunque para ellos significara ganar para ella seria perder.

 

No le tenía miedo a Brank, pero si a lo que su jefe ordenara, a lo que sus otros hombres eran capaces de hacer y todo por un maldito dinero que a ella no le interesaba.

Tenía que alejarse de él, de Lolitha, de Daniel y Raquel.

Debía conseguir ese dinero, dárselo y desaparecer con sus hermanos. Para que ellos no la volvieran a buscar. Sonaba simple pero nada más sencillo que decirlo y tan complicado hacerlo realidad.

Ese sábado no pudo decírselo, se dejó llevar por su risa, sus comentarios. Pasó la semana trabajando, cumpliendo con sus actividades, luego de eso vinieron más y más salidas y entre tantos momentos y conversaciones se enamoró.

Leah se sentía en un laberinto, tan perdida que en ocasiones pensaba que se estaba asfixiando. Trataba de alejarse pero él se lo impedía hasta que le logró sacar toda la verdad. Confío ciegamente en él,  creyendo que realmente tendría  una oportunidad.  Sonrió recordando que aquella semana ambos pasaron el día conociendo lugares que admiraba y es que New York era una ciudad hermosa pero a la misma vez peligrosa. Ese día ninguno de los dos dejó de reír. Maciel se limitaba a ir a su lado sin hablar mucho, solo admirándola, intentando descifrar el misterio que a él lo atraía. Intentando descubrir eso que la mantenía en distancia, que no la permitía avanzar, abrirse con él. La deseaba maldición. Sentía la necesidad de tenerla cerca.

—Es hermoso, de verdad… no sé, es tan alegre, es como si lo hubieran sacado de una película… ¡Me encanta! —admitió. Él se detuvo contemplándola, era verdaderamente hermosa, parlanchina luego de ganarte su confianza y su alegría era contagiosa.

—Hay lugares aún más increíbles —habló sin dejar de observarla. Leah enarcó una ceja al tiempo que se metía un trozo de algodón de azúcar que había comprado por ahí cerca.

—Pero en este momento estamos acá, este es nuestro presente y lo que nos rodea es más que increíble —Maciel la miró con intriga, comprendiendo que la joven no había tenido muchas oportunidades de salir y visitar la ciudad.

Leah era picara, sarcástica, sincera, ingenua,  si no se sintiera tan vacío, ya la hubiese hecho participe de sus sentimientos. Se metió las manos a los bolsillos del jean, maquinando una idea que seguro le encantaría.

Aunque Leah no siempre tuvo que comer por llevarles a sus hermanos, amaba tanto la comida que no rechazaba nada de lo que se le ofrecía.

—¿Tiene hambre? —La joven asintió de inmediato. Era delgada, bastante, pero ya había perdido la cuenta de cuantas veces la había visto ingerir algún dulce.

La llevó a un pequeño local poco concurrido que sabía le podría gustar, las mesas daban a la calle que todo el tiempo se hallaba transitada. Así era New York, por algo la conocían como la ciudad que nunca duerme. Comieron, hablando de temas que sabían no los llevaría a un callejón sin salida, pues ya sabía que ella no era de contar muchas cosas de su pasado.

 




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