El día en el que Sophie cumplió 9 años, sus padres le regalaron un cachorro llamado Rocky. Era un pastor alemán muy cariñoso y juguetón que enseguida cautivó a la pequeña. Sus padres siempre estaban muy ocupados con sus compromisos sociales y la única compañía de Sophie eran los sirvientes que trabajaban en la enorme mansión.
Sin embargo, todo cambió con la llegada de Rocky. Niña y perro se hicieron inseparables. Rocky creció rápidamente y se convirtió en el guardián más fiel, por lo que Sophie se sentía a salvo junto a él. El perro dormía junto a la cama de la pequeña, sobre la alfombra. Cuando ella despertaba agitada debido a una pesadilla (lo que, por desgracia, solía suceder a menudo) alargaba su brazo y buscaba el cuerpo de Rocky con la mano. Él la lamía con cariño y Sophie se tranquilizaba de inmediato.
Así transcurrieron las cosas hasta que, una noche, la niña despertó gritando tras sufrir una pesadilla particularmente intensa. Escuchó que Rocky gruñía y sacó el brazo de debajo de las sábanas. En unos instantes sintió los lametones sobre su piel, que se prolongaron durante muchos minutos, y concilió de nuevo el sueño. Por la mañana, cuando encendió la luz tras despertarse, contempló un espectáculo dantesco: Rocky estaba encima de un charco de sangre. Su cabeza colgaba, prácticamente seccionada, y sus tripas cubrían la alfombra. En la pared, junto a la cama, estaba escrito con sangre: “No solo los perros lamen”.
Una criada encontró a Sophie aovillada en un rincón de la habitación. Se restregaba las manos desquiciada y repetía: “¿Quién lamió mi mano?”.
Poco después la encerraron en un sanatorio.